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Libro de Los Sueños de Don Bosco 4

LA NOVENA DE LA NATIVIDAD DE LA VIRGEN

SUEÑO 7.1 .AÑO DE 1868.

(M. B. Tomo IX, pág. 337)

El 2 de septiembre de 1868, [San] Juan Don Bosco habló así después de las oraciones de la noche:

¡Parece verdaderamente imposible! Cuando comenzamos al­guna novena hay siempre jóvenes que desean marcharse de casa, o bien quieren ser despedidos. Había uno, el más culpable de ciertos desórdenes, que por varios motivos no podía ser despedi­do y, con todo, como impulsado por una fuerza misteriosa, se marchó.

Pasemos a otra cosa.
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Supongamos que [San] Juan Don Bosco entra en casa por la portería y que llegue hasta aquí bajo los pórticos y que vea una gran señora que tiene un cuaderno en la mano y se lo alargue sin que él diga nada, diciéndole:

—Toma y lee.

Yo lo tomé y leí en la cubierta: Novena de la Natividad de Ma­ría.

Abro la primera página y veo escritos los nombres de un núme­ro limitadísimo de jóvenes grabados en oro. Vuelvo la otra página y veo un número un poco mayor de nombres escritos con tinta ordi­naria. Sigo volviendo páginas y observo que todas están en blanco hasta el final.
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Ahora pregunto a uno de vosotros qué quiere decir esto.

Y en efecto, preguntó a un joven, ayudándole al mismo tiem­po a contestar así:

En aquel libro estaban escritos los nombres de los que ha­cían la novena. Los poquísimos grabados en oro son los que la hacen bien y con fervor. La otra parte, son los que la hacen con menos fervor. ¿Y los demás por qué no tenían sus nombres escri­tos en aquellas páginas? ¿Cuál será el motivo? Yo creo que son los paseos largos que han distraído tanto a los jóvenes que no son capaces de reconcentrarse. Si volviesen entre nosotros [Santo] Do­mingo Savio, Besucco, Magone, Saccardi, ¿qué dirían? ¡Oh, cómo ha cambiado el Oratorio!

Por tanto, para agradar a la Virgen hagamos por frecuentar los Sacramentos y practiquemos las florcillas que yo o Don Francesia les daremos. La flor para mañana es ¡a siguiente: Ha­cer todas las cosas con diligencia.

LOS DOS SEPULTUREROS

SUEÑO 72,AÑO DE 1868.

(M. B. Tomo IX, págs. 398-399)

La noche del 30 de octubre el [Santo] narró el siguiente sueño:
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El motivo de haberos reunido a todos aquí es porque les quiero contar alguna cosilla, tanto a los estudiantes como a los artesanos.

Imagínense ver a todos los jóvenes en el patio divirtiéndose. De pronto comienza a oscurecer, cesan los juegos y los gritos; se for­man numerosos corrillos esperando que la campana dé la señal de ir al estudio: todavía hay algunos paseando; entretanto la noche avan­za y apenas se puede distinguir a un joven de otro a no ser que uno se acerque mucho. Y he aquí que entran por la portería dos sepultu­reros que, caminando acompasadamente, llevan sobre los hombros una caja de muerto. Los jóvenes, al verlos pasar se retiran. Aquellos dos hombres prosiguen adelante y colocan el ataúd en el suelo en medio del patio que está ante la Prefectura interna del Oratorio. Los muchachos se colocan alrededor en forma de círculo, pero todos tienen miedo de hablar.

Los sepultureros quitan la tapadera del ataúd.

En aquel momento aparece la luna con su luz clara y penetran­te, lentamente da una vuelta alrededor de la cúpula de la Iglesia de María Auxiliadora; da una segunda vuelta y después comienza una tercera, pero no la llega a terminar parándose sobre la iglesia y como si estuviese para caer.

Entretanto, apenas la luna hubo comenzado a iluminar el patio, uno de los sepultureros dio una vuelta, después otra ante las filas de los alumnos, mirando fijamente el rostro de cada uno, hasta que al ver a uno en cuya frente estaba escrita la palabra: Morirás, lo tomó para meterlo en la caja.

—A ti te toca— le dijo.

Pero el muchacho comenzó a gritar:

—Soy aún muy joven; quisiera prepararme; hacer las obras bue­nas que aún no he hecho.

—Yo no debo contestar a esto.

—Al menos déjeme que pueda ir a ver a mis padres.

—Yo no puedo responder a esto. ¿Ves allí la luna? Pues ya ha dado una vuelta, y después otra y después un poco más de media. Apenas desaparezca tendrás que venir conmigo.

Poco después, la luna desapareció en el horizonte y el sepulture­ro cogió al muchacho por la cintura, lo tendió en la caja, le puso a ésta la tapadera y sin más se la llevó con la ayuda del compañero.
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Ya han oído mi relato, ahora tómenlo como si fuera una fá­bula o cosa semejante, o bien un sueño; lo que quieran.

En una ocasión conté un sueño en el que había visto el ataúd de un joven colocado allá bajo los pórticos. Aquel muchacho murió y se observó que, a pesar de que se le había advertido a los sepultu­reros que tenían que pasar por cierta parte, éstos al bajar al patio dijeron que les faltaba algo y para no dejar la caja en medio del pa­tio, la colocaron debajo de los pórticos, en el mismo lugar en que yo la vi durante el sueño.

Que cada uno se pregunte a sí mismo: ¿No seré yo? Y que viva contento y alegre. Pero estemos todos preparados, para que después de las dos vueltas y media de la luna, esto es, cuando pasen dos meses y un poco más de medio, aquel a quien le to­que morir esté preparado, Recuerden que la muerte se acerca como un ladrón nocturno. Y por eso aprovechémonos de este aviso celebrando bien la festividad de los Santos. Se puede ganar indulgencia plenaria, y para lucrarla no es necesario confesarse el domingo, con tal de que uno se haya acercado a este sacramento dentro de los ocho días es suficiente. Después de ga­nar ¡a indulgencia plenaria, se está delante del Señor como si se acabara de recibir el Bautismo.

«Mañana es también ayuno: practiquen alguna mortifica­ción».

De este sueño nos dejó una copia Don Joaquín Berto, que lo oyó de labios del [Santo].

Esta predicción debería haberse cumplido hacia la mitad de enero de 1869. Los alumnos, en su inmensa mayoría así lo creían. Nosotros añadiremos aquí una observación que hace el mismo Don Berto y es la siguiente: «Nosotros estábamos ya acos­tumbrados a constatar el cumplimiento de tales predicciones, de forma que nos habría causado estupor, considerándolo como una excepción de la regla, el ver que alguna no se realizaba. Me acuerdo de un solo caso en el que sucedió esto y fue en relación con el joven C, el cual cayó gravemente enfermo, pero después de haber recibido el Santo Viático y quizás también la Extremaunción, mejoró; vive todavía y es sacerdote. El [Santo] me dijo entonces que el tal era uno de los que debían mo­rir, pero añadió:

El Señor ha sido misericordioso con él, debido a las oracio­nes que se han rezado según su intención, y tal vez también por­que no estaba preparado.

RECORRIENDO LOS DORMITORIOS

SUEÑO 73.AÑO 1869.
(M. B. Tomo IX, pág. 581)

El joven Evasio Rabagliati, que había entrado en el Colegio de Mirabello el ocho de enero, se encontró por primera vez con el [Santo] con ocasión de la visita que éste hiciera en aquellos días a dicho Colegio, habiéndole oído narrar el siguien­te sueño.
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Soñó la primera noche de su llegada que se encontraba en la habitación en que se celebraban los exámenes, viendo venir hacia sí dos personas. Una con una caña o bastón en el que llevaba colgado un farol, y la otra llevaba un cartapacio debajo del brazo. Le invita­ron a subir a los dormitorios y al recorrerlo en su compañía se detuvieron a los pies de cada uno de los lechos. Uno bajaba la luz para que [San] Juan Don Bosco pudiese reconocer el rostro del que dormía, y la otra sacaba una hoja del cartapacio y la colocaba sobre la colcha. Sobre este papel estaba escrito el número de años que a cada uno de los durmientes le quedaba de vida.
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El relato de este sueño causó una impresión enorme. El mis­mo Rabagliati fue a preguntar a [San] Juan Don Bosco qué tiempo le queda­ba de vida. El [Santo] le dijo sonriendo:

¿Conoces la aritmética?

—Sí— le contestó el joven.

Y con los dedos de la mano le hizo sumar, restar y barajar una gran cantidad de números hasta que obtuvo el 27. Rabaglia­ti no se olvidó de esta cifra. A los veintisiete años se encontraba de Misionero en América y aquel mismo año tuvo una enferme­dad gravísima en Buenos Aires, de forma que todos creían que no saldría de ella. Por la noche no podía dormir, porque presa de un continuo ataque de nervios iba empeorando cada vez más, de forma que el último mes ya no podía resistir. Don Costamagna, que conocía el secreto, invitó a todas las casas salesianas a que rezasen por él y el enfermo sanó.

Rabagliati había pedido a [San] Juan Don Bosco, antes de partir para las Misiones, alguna explicación sobre aquel sueño, y una vez el sier­vo de Dios le contestó:

No creas en agüeros.

Y en otra ocasión:

¿Pero qué importa? Los años pueden comenzar a contarse no sólo desde la época del sueño, sino también desde el día que te hiciste salesiano, o también desde cualquier otra fecha.

[San] Juan Don Bosco le contestó de esta forma porque lo había visto demasiado preocupado con esta idea. Por lo demás, todos que­daron persuadidos de que fueron las oraciones de los compañe­ros las que le prolongaron la vida.

Don Evasio Rabagliati fue el apóstol y el padre de los lepro­sos de Colombia escribe Don Lemoyne—, y ahora está de mi­sionero en Chile y da testimonio de nuestro relato con Mons. Costamagna».  [Murió luego en Santiago de Chile el dos de mayo de 1920, a los sesenta y seis años].


LA CONFESIÓN Y LOS LAZOS DEL DEMONIO

SUEÑO 74.AÑO DE 1869.

(M. B. Tomo IX, págs. 593-596)

El día cuatro de abril [San] Juan Don Bosco contó el siguiente sueño a todos los jóvenes reunidos en el estudio después de las oraciones de la noche:
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Me encontraba cerca de la puerta de mi habitación, y al salir miro a mi alrededor y me veo en la iglesia en medio de una muche­dumbre tal de jóvenes que el templo aparecía completamente aba­rrotado. Estaban allí los alumnos del Oratorio de Turín, los de Lanzo, los de Miraballo y otros muchos a los cuales no conocía. No rezaban, sino que parecía que se estaban preparando para confesar. Una cantidad inmensa de ellos asediaba mi confesionario esperán­dome debajo del pulpito. Yo, después de haber observado un poco, me puse a considerar cómo conseguiría confesar a tantos mucha­chos. Pero después temí estar dormido, soñando, y para cerciorar­me de que no lo estaba comencé a palmotear y sentía el ruido, y para asegurarme aún más alargué el brazo y toqué la pared, que está detrás de mi pequeño confesionario. Seguro ya de que estaba despierto, me dije:

—Ya que estoy aquí, confesemos— y comencé a confesar.

Pero pronto, al ver a tantos jóvenes, me levanté para ver si ha­bía otros confesores que me ayudasen; y no encontrando a ningu­no, me dirigí a la sacristía en busca de algún sacerdote que quisiese escuchar confesiones. Y he aquí que vi por una parte y por otra a algunos jóvenes que tenían una cuerda al cuello que les apretaba la garganta.

—¿Por qué tienen esa cuerda al cuello? Quítensela —les dije—. Pero sin responderme se quedaban mirándome con fijeza.

—Vamos —repetí a alguno—, quítate esa cuerda.

El joven al cual yo había dado esta orden obedeció, pero después me dijo:

—No me la puedo quitar; hay uno detrás que la sujeta.

Venga a ver.

Volví entonces la mirada con mayor atención hacia aquella mul­titud de muchachos y me pareció ver sobresalir por detrás de las es­paldas de muchos de ellos dos larguísimos cuernos. Me acerqué un poco más para ver mejor y dando la vuelta por detrás del que tenía más cerca, vi un horrible animal de hocico monstruoso, forma de gatazo y largos cuernos, que apretaba aquel lazo. La bestia aquella bajaba el hocico y lo escondía entre las patas delanteras, y se enco­gía como para que no le viesen. Yo me dirigí a aquel joven víctima del monstruo y a algunos otros preguntándoles sus nombres, pero no me quisieron responder; al preguntarle a aquel feo animal se en­cogió aún más. Entonces dije a un joven:

—Mira, ve a la sacristía y dile a Don Merlone que te dé el acetre del agua bendita.

El muchacho volvió pronto con lo que yo le había pedido, pero entretanto yo había descubierto que cada uno de los jóvenes tenía a sus espaldas un servidor tan poco agraciado cómo el primero y que, éste, también procuraba pasar desapercibido. Yo temía aún estar dormido. Tomé entonces el hisopo y pregunté a uno de aquellos ga­tazos:

—Dime: ¿quién eres?

El animal, que no dejaba de mirarme, alargó el hocico, sacó la lengua y después se puso a rechinar los dientes como en actitud de arrojarse sobre mí.

—Dime inmediatamente qué es lo que haces aquí ¡bestia horri­ble! Ya puedes enfurecerte todo lo que quieras, que no te temo. ¿Ves? Con este agua te voy a dar un buen baño.

El monstruo me miraba como agazapado; después comenzó a hacer contorsiones con el cuerpo de tal forma, que las patas de atrás le llegaban a tocar los hombros por delante. Y nuevamente quiso arrojarse sobre mí. Al mirarlo detenidamente vi que tenía en la mano varios lazos.

—¡Vamos! Dime qué es lo que haces aquí.

Y al decir esto, levanté el hisopo.

El bicho entonces pareció resuelto a emprender la huida.

—No te escaparás —continué diciendo—, yo te ordeno que te quedes aquí.

Lanzó una especie de gruñido y después me dijo:

—¡Mira!—, y me enseñó los lazos.

—Dime qué son esos tres lazos —añadí—, ¿qué significan?

—¿No lo sabes? Desde aquí —me dijo— con estos tres lazos obligo a los jóvenes a que se confiesen mal; de esta manera llevo conmigo a la perdición a la décima parte del género humano.

—¿Cómo? ¿De qué manera?

—¡Oh! No te lo diré porque tú lo descubrirás a ellos.

—¡Vamos! Quiero saber qué significan estos tres lazos.

¡Habla! De lo contrario te echaré encima el agua bendita.

—Por piedad, envíame al infierno pero no me eches ese agua.

—En nombre de Jesucristo, habla pues.

El monstruo, contorsionándose espantosamente, respondió:

—El primer modo con que aprieto este lazo es, haciendo callar a los jóvenes los pecados en la confesión.

—¿Y el segundo?

—El segundo, incitándoles a que se confiesen sin dolor.

—¿Y el tercero?

—El tercero no te lo quiero decir.

—¿Cómo? ¿No me lo quieres decir? Entonces te rociaré con agua bendita.

—No, no; hablaré —y comenzó a gritar desaforadamente—.

¿Cómo? ¿No te basta? ¡Ya te he dicho demasiado!, —y tomó a enfure­cerse—.

—Quiero que me lo digas para comunicárselo a los Directores.

Y repitiendo la amenaza levanté el brazo. Entonces comenzó a despedir llamas por sus ojos y algunas gotas de sangre y dijo:

—El tercero es no hacer propósito firme y no seguir los avisos del confesor.

—¡Bestia horrible!—, le grité por segunda vez, y mientras quise preguntarle otras cosas e intimarle a que me descubriera la manera de remediar un tan gran mal y hacer vanas todas sus artimañas, to­dos los demás horribles gatazos que hasta entonces habían procura­do   pasar   desapercibidos,   comenzaron   a   producir   un   sordo murmullo, después prorrumpieron en lamentos y gritos contra aquel que había hablado provocando una sublevación general.

Yo, al contemplar aquella revuelta y convencido de que no saca­ría ya ventaja alguna de aquellos animales, levanté el hisopo y arro­jando el agua bendita sobre el gatazo que había hablado:

—¡Ahora, vete!—, le dije. Y desapareció.

Después eché agua bendita por todas partes. Entonces, hacien­do un grandísimo estrépito todos aquellos monstruos se dieron a una precipitada fuga, unos por una parte, otros por otra. Y al pro­ducirse aquel ruido me desperté y me encontré en mi lecho.
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¡Oh, queridos jóvenes, cuántos de los que yo jamás había sospechado, tenían el lazo y el gatazo en las espaldas! Ya saben qué simbolizan esos tres lazos. El primero, que sujeta a los jóve­nes por el cuello, simboliza el callar pecados en la confesión. El lazo les obliga a cerrar la boca para que no se confiesen del todo: o bien para que digan de ciertos pecados que cometieron cuatro veces que solamente incurrieron en ellos tres. El que tal hace, falta contra la sinceridad de la misma manera que el que calla pecados. El segundo lazo es la falta de dolor; y el tercero la falta de propósito. Por tanto, si queremos romper estos lazos y arrebatarlos de las manos del demonio, confesemos todos nues­tros pecados y procuremos sentir un verdadero dolor de ellos y hagamos un firme propósito de obedecer al confesor.

Aquel monstruo, poco antes de montar en cólera, me dijo tam­bién.

Observa el fruto que los jóvenes sacan de las confesiones. El fruto principal de ellas debe ser la enmienda; si quieres cono­cer si yo tengo a los jóvenes sujetos con los lazos, observa si se en­miendan o no.

Debo añadir que quise también que el demonio me dijera por qué se ponía detrás, sobre las espaldas de ¡os jóvenes, y me res­pondió:

Para que no me vean y poderlos arrastrar más fácilmente a mi reino.

Pude comprobar que los que tenían detrás aquellos mons­truos eran muchísimos, más de los que yo hubiera sospechado.

Den a este sueño el alcance que quieran, lo cierto es que he querido observar y comprobar si era cierto cuanto he soñado y he sacado como consecuencia que todo era una verdadera reali­dad. Aprovechemos, pues, la ocasión que se nos ofrece de ganar la indulgencia plenaria haciendo una buena Confesión y una santa Comunión. Hagamos lo posible por vernos libres de estos lazos del demonio.

CASTIGOS SOBRE ROMA Y PARÍS

SUEÑO 75.AÑO DE 1870.

(M. B. Tomo IX. págs. 779-783; Tomo X, págs. 59-63)

El seis de enero, fiesta de la Epifanía o de la manifestación del Señor, se celebró la segunda Sesión del Concilio Vaticano I, m la cual los Padres, según el rito, hicieron uno después de otro, comenzando por el Sumo Pontífice, la solemne profesión de fe.

La víspera de aquella memorable solemnidad [San] Juan Don Bosco vio en sueño cuanto vamos a exponer a continuación: fue el mismo [Santo] quien escribió lo que vio y oyó.
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Sólo Dios lo puede todo, lo conoce todo y lo ve todo. Dios no tiene ni pasado ni futuro, para Dios no hay nada oculto; todas las cosas le son presentes y para El no hay distancia de lugar o de per­sona. Sólo El en su infinita misericordia y para su gloria puede ma­nifestar las cosas futuras a los hombres.

La víspera de la Epifanía del corriente año de 1870 desaparecie­ron todos los objetos materiales de mi habitación y me encontré ante la consideración de cosas sobrenaturales. Fue algo que duró breves instantes, pero fueron muchas las cosas que vi. Aunque de forma y de apariencias sensibles, no se pueden comunicar a los de­más sino con mucha dificultad con signos exteriores o sensibles. Cuanto sigue podrá dar una idea de ello. En todo esto se encuentra la palabra de Dios acomodada a la palabra del hombre.

«Del Sur viene la guerra, del Norte viene la paz.

Las leyes de Francia no reconocen ya al Creador y el Creador se hará conocer y la visitará tres veces con la vara de su furor.

La primera abatirá su soberbia, con las derrotas, con el saqueo y con los estragos en las cosechas, en los animales y en los hombres.

En la segunda, la gran prostituta de Babilonia, aquella a la que los buenos llaman, suspirando, el prostíbulo de Europa, será privada del jefe y entregada al desorden.

¡París! ¡París! En vez de armarte con el nombre del Señor te ro­deas de casas de inmoralidad. Estas serán por ti misma destruidas: tu ídolo, el Panteón, será reducido a cenizas, para que se cumpla lo que está escrito: mentita est iniquitas sibi. Tus enemigos te colma­rán de angustias, de hambre, de espanto y quedarás convertida en la abominación de las naciones. Pero ¡ay de ti si no reconoces la mano qué te hiere! Quiero castigar la inmoralidad, el abandono, el desprecio de mi ley, dice el Señor.

En la tercera caerás bajo una mano extranjera: tus enemigos ve­rán desde lejos tus palacios incendiados, tus casas convertidas en montones de ruinas, bañadas en la sangre de tus héroes, que ya no existen. Pero he aquí que un gran guerrero del Norte llevará un es­tandarte; sobre la diestra que lo sustenta está escrito: "Irresistible es la mano del Señor". En aquel instante el Venerando Anciano del Lacio le salió al encuentro flameando una antorcha de luz vivísima. Entonces el estandarte se extendió y de negro que era se trocó blan­co como la nieve. En el centro del estandarte estaba escrito con ca­racteres de oro el nombre de Quien todo lo puede.

El guerrero y los suyos hicieron una profunda inclinación al An­ciano y se estrecharon la mano.

Ahora la voz del cielo se dirige al Pastor de los pastores. Tú ahora estás en la gran conferencia con tus asesores; pero el enemi­go del bien no guarda un momento de reposo; estudia y practica toda clase de argucias contra ti. Sembrará la discordia entre tus ase­sores; suscitará enemigos entre mis hijos. Las potencias del siglo vo­mitarán fuego y querrían que las palabras fuesen ahogadas en las gargantas de los custodios de mi ley. Pero esto no sucederá. Harán el mal, pero en perjuicio de sí mismos. Tú date prisa; si las dificulta­des no se resuelven, corta por lo sano. Si te sientes angustiado, no te detengas, sino al contrario, continúa adelante hasta que le sea cercenada la cabeza a la hidra del error. Este golpe hará temblar a la tierra y al infierno, pero el mundo recobrará la seguridad y todos los buenos se alegrarán. Conserva, pues, junto a ti solamente a dos asesores, pero a cualquier parte que vayas, continúa y termina la obra que te fue confiada.
Los días corren velozmente y tus años se acercan al número establecido; pero la gran Reina será siempre tu auxilio y como en los tiempos pasados, también en el porvenir será siempre magnum et singulare in Ecclesia proesidium.

Y a ti, Italia, tierra de bendiciones, ¿quién te ha sumergido en la desolación?... No digas que tus enemigos, sino tus amigos. ¿No oyes a tus hijos pidiendo el pan de la fe sin encontrar quien se lo parta? ¿Qué haré? Heriré a los pastores, ahuyentaré el rebaño, a fin de que los que se sientan sobre la cátedra de [San] Moisés busquen bue­nos pastos y la grey escuche dócilmente y se alimente.

Pero sobre la grey y sobre los pastores caerá mi mano; la cares­tía, la peste, la guerra, harán de manera que las madres lloren la sangre de los hijos y de los esposos muertos en tierra enemiga.

¿Y de ti, Roma, qué será? ¡Roma ingrata, Roma afeminada, Roma soberbia! Has llegado a tal punto de insensatez que no buscas y no admiras otra cosa en tu Soberano, más que el lujo, olvidando que tu gloria está en el Gólgota. Ahora él es anciano, decrépito, inerme, despojado; mas con su palabra esclavizada hace temblar a todo el mundo.

¡Roma... yo vendré cuatro veces sobre ti!

En la primera heriré tus tierras y sus habitantes.

En la segunda llevaré el estrago y el exterminio hasta tus murallas.

¿No abrirás aún los ojos?
Vendré por tercera vez, abatiré las defensas y a los defensores y al mandato del Padre comenzará el reinado del terror, del espanto y de la desolación.

Pero mis sabios huyen, mi ley es todavía conculcada, por eso haré una cuarta visita. ¡Ay de ti si mi ley continúa siendo letra muer­ta para ti! Habrá prevaricaciones entre los doctos y entre los igno­rantes. Tu sangre y la sangre de tus hijos lavarán las manchas que has echado sobre la ley de tu Dios.

La guerra, la peste, el hambre son los flagelos con que será cas­tigada la soberbia y la malicia de los hombres. ¿Dónde están, oh ri­cos, sus magnificencias, sus villas, sus palacios? Se han convertido en la basura de las plazas y de las calles.

Y vosotros, sacerdotes, ¿por qué no corren a llorar entre el vestí­bulo y el altar, invocando la suspensión de los flagelos? ¿Por qué no toman el escudo de la fe y no suben a los tejados, y en las casas, y en las calles, y en las plazas, e incluso en los lugares inaccesibles, no desparraman la semilla de mi palabra? ¿Ignoran que esta es la terri­ble espada de dos filos que abate a los enemigos y que deshace la ira de Dios y de los hombres?

Estas cosas tendrán que suceder inexorablemente una después de otra.

Las cosas se proceden demasiado lentamente.

Pero la Augusta Reina del Cielo está presente.

El poder de Dios está en sus manos; disipa como la niebla a sus enemigos. Reviste al Venerando Anciano de todos sus antiguos há­bitos.

Se producirá además un violento huracán.

La iniquidad se ha consumado, el pecado tendrá fin y antes de que transcurran dos plenilunios en el mes de las flores, el iris de la paz aparecerá sobre la tierra.

El gran Ministro verá a la esposa de su Rey vestida de fiesta.

En todo el mundo aparecerá un sol, tan luminoso, que jamás existió desde las llamas del Cenáculo hasta hoy, ni se verá otro se­mejante hasta el fin de los días».
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[San] Juan Don Bosco hizo sacar una copia de este escrito a Don Julio Barberis, que fue la que llevó consigo a Roma.

Hizo hacer otra copia algunas semanas después, a Don Joa­quín Berto, el cual dejó consignado en su Memoria:

«[San] Juan Don Bosco me comunicó el texto de una profecía por escrito que comenzaba con estas precisas palabras: Dios todo lo puede, Dios lo conoce todo, etc., recomendándome el más riguroso se­creto y que no hablara de ello con nadie a no ser con el propio autor. Entre otras cosas se refería a la guerra entre Francia y Prusia, a las condiciones de la Iglesia y a la desolación que azota­ba a Italia, como me explicó a mí al preguntarle sobre el particular. El [Santo] me hizo sacar una copia para enviarla a Roma a cierto prelado».

La Civiltá Cattolica, año XXIII, volumen VI, serie octava, año 1872, en las páginas 299 y 303, hace referencia a este vaticinio y trascribe algunos párrafos del texto del mismo haciéndo­los preceder de estas autorizadas palabras: «Nos complacemos en recordar un recientísimo vaticinio que no ha sido anteriormente impreso y que es completamente desconocido para el público, vaticinio que fue comunicado desde una ciudad de Italia a un personaje de Roma el 12 de febrero de 1870. Nosotros ignora­mos su procedencia. Pero podemos dar fe de que lo hemos teni­do en nuestras manos, antes de que París fuese bombardeada por los alemanes e incendiada por los comunistas. Y añadiremos que nos causó gran maravilla el ver anunciada en él también la caída de Roma, cuando no se creía próxima ni probable».

Hemos conservado varias copias de esta profecía. La más au­torizada es un manuscrito de Don Berto. Ofrece al principio la si­guiente nota: «Fue comunicada el 12 de febrero de 1870 al Santo Padre», al margen se leen algunas notas o apostillas autógrafas del mismo [San] Juan Don Bosco y al final algunas aclaraciones, evidentemente escritas o dictadas con anterioridad a los hechos y revisadas nueva­mente después por el [Santo]. Dichas apostillas y aclaracio­nes explicaban o determinaban los acontecimientos predichos, los cuales, como veremos, se cumplieron en gran parte poco después y parte de ellos, al menos hasta hoy, no se han cumplido.

Francia perdió su jefe y fue vencido por Prusia en 1870.

En París tuvieron lugar los horrores que todos conocen.

Es de notarse que interrogado inmediatamente sobre el cum­plimiento de dichos hechos, [San] Juan Don Bosco contestó que tal vez no se llegaran a realizar jamás, porque el Señor en su misericordia, suele a veces indicar simplemente a los hombres el camino que podrían seguir en tal y en tal circunstancia para vencer ciertas di­ficultades y nada más; por tanto, cuando no se siguen las direc­trices trazadas, es evidente que no puede verificarse lo que ha sido indicado.

Las Memorias Biográficas en el tomo X nos ofrecen los si­guientes datos relacionados con el sueño o visión precedente: «En 1870, exponía [San] Juan Don Bosco al Papa Beato Pio IX en audiencia que le fue concedida el 12 de febrero, un resumen de la primera visión. Llevaba consigo el relato escrito para presentarlo al Santo Pa­dre, pero como no se atreviese a hacerlo, se limitó a leer un trozo que llevaba ya preparado relacionado con la Augusta Persona del Pontífice... También en la última audiencia que le concediera Beato Pío Pp. IX en el mismo año, volvió el [Santo] a hacer refer­encia a los sucesos políticos con tal precisión, que el Papa no pudo disimular la impresión y el dolor que aquellos pronósticos producían en su ánimo.

Poco después de la toma de Roma, al recordar la entrevista celebrada con el [Santo], por medio del Cardenal Berardi, mandó a decir a [San] Juan Don Bosco que hablase clara y positivamente. Y [San] Juan Don Bosco, que antes no había insertado en el escrito la parte leída en presencia del Romano Pontífice, la incluyó en la copia hecha por Don Berto, enviándola a Roma por conducto de un Cardenal; documento que fue conservado por Beato Pío Pp. IX junto con una carta anó­nima en la que se hacia constar que procedía de una "persona que en otras ocasiones ha demostrado tener ilustraciones sobrenatura­les" y que sucederían "otras cosas que no se podían consignar por escrito sino verbalmente por lo delicado de ¡a materia"; añadiendo: "y si algo es demasiado oscuro veré si es posible dar alguna explica­ción"; terminando con estas palabras: "Sírvase de estos datos como le plazca, solamente le rogaría no aludiese a mi nombre en manera alguna, por la razón que puede suponer».

[San] Juan Don Bosco impuso también al secretario que hizo la copia del documento la obligación del más riguroso silencio.

MUERTE DE UN SALESIANO

SUEÑO 76.AÑO DE 1870.

(M. B. Tomo IX, pág841)

En aquellos días dicen las Memorias Biográficas[San] Juan Don Bosco asistía a dos de sus queridos hijos gravemente enfermos, que murieron en el Oratorio los primeros días de abril.

En el Necrologio se lee:

«Don Augusto Croserio, natural de Condove, murió el 1 de abril a la edad de veintiséis años. Los rasgos más salientes de su vida se encuentran en la Oración fúnebre pronunciada por el profesor Don Francisco Cerrutti».
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La víspera de la muerte de Don Croserio, [San] Juan Don Bosco lo vio en sueño en actitud de ir a la bendición. Tenía un aspecto hermosísimo e iba revestido con una magnífica capa pluvial, recamada de oro y piedras preciosas y tachonada de refulgentes estrellas.

—¿Cómo es esto?, —se decía [San] Juan Don Bosco—. ¿Croserio aquí? ¿Entonces no está enfermo? ¡Ah! Ya comprendo. Esto indica que está próximo a marchar al Paraíso.
En efecto: el enfermo visto en el sueño murió a la mañana si­guiente.

TRIUNFO DE LA IGLESIA

SUEÑO 77.AÑO DE 1873.

(M. B. Tomo IX, págs. 999-1000)

El manuscrito que contiene la profecía de [San] Juan Don Bosco sobre los castigos de París y Roma y otros diversos acontecimientos nos ofrece otra segunda revelación del [Santo] sobre el triunfo de la Iglesia.

He aquí el texto de la misma tomado de dicho documento:
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Era una noche oscura, los hombres no podían distinguir el cami­no a seguir para regresar a sus pueblos, cuando apareció en el cielo una espléndida luz que iluminaba los pasos de los caminantes como si fuese mediodía. En aquel instante apareció una inmensa multitud de hombres, dé mujeres, de ancianos, de niños, de monjes, de mon­jas y sacerdotes que, llevando a la cabeza al Pontífice, salían del Va­ticano disponiéndose para la marcha procesionalmente.

Mas he aquí que un furioso temporal entenebrece el ambiente como si se entablase una lucha entre la luz y las tinieblas. Entretan­to, la inmensa comitiva llega a una plaza cubierta de muertos y heri­dos; muchos de estos pedían auxilio en voz alta.

Las filas que formaban la procesión se redujeron bastante. Des­pués de haber caminado por un espacio de tiempo correspondiente a doscientas salidas del sol, todos se dieron cuenta de que no estaban ya en Roma. El desaliento fue general y cada uno fue a agruparse alrededor del Pontífice para defender su augusta persona y asistirlo en sus necesidades.

En aquel momento aparecieron dos ángeles, que llevando un estandarte, fueron a presentarlo al Vicario de Cristo, diciendo:

—Recibe el estandarte de Aquel que combate y dispersa los más aguerridos ejércitos de la tierra. Tus enemigos han desaparecido, tus hijos imploran tu retorno con lágrimas y suspiros.

Fijando la mirada en el estandarte se veía escrito por una parte:

Regina sine labe concepta.

Y por la otra:

Auxilium Christianorum.

El Pontífice tomó con alegría el estandarte, pero al contemplar el numero de los que habían quedado a su alrededor, que era reduci­dísimo, se sintió lleno de aflicción.

Los dos ángeles añadieron:

—Ve inmediatamente a consolar a tus hijos. Escribe a tus her­manos dispersos por las diferentes partes del mundo que es necesa­ria una reforma en las costumbres de los hombres. Esto no se puede conseguir sino repartiendo entre los pueblos el Pan de la Divina Pa­labra. Catequiza a los niños; predica el despego de las cosas de la tierra. Ha llegado el tiempo —concluyeron los ángeles— en que los pobres serán los evangélizadores de los pueblos. Los sacerdotes se­rán buscados entre el azadón, la pala y el martillo, a fin de que se cumplan las palabras de [San] David: "Dios levantó al pobre de la tierra para colocarlo en el trono de los príncipes de su pueblo".

Oído esto, el Pontífice comenzó a caminar y la fila de la proce­sión fue en aumento. Cuando llegó a la Ciudad Santa comenzó a llorar al ver la desolación en que estaban sumidos sus ciudadanos, muchos de los cuales habían desaparecido.

Entrando después en San Pedro, entonó el Te Deum, al cual respondió un coro de ángeles cantando:

---Gloria in excelsis Deo, et in terra pax homínibus bonae voluntatis.

Terminado el canto, cesó la oscuridad por completo, luciendo un sol esplendoroso.

Las ciudades y los pueblos y los campos habían disminuido de población; la tierra se hallaba arrasada como por un huracán, por una tormenta de agua y de granizo y las gentes iban al encuentro unas de otras diciendo conmovidas:

Est Deus in Israel.

Desde el comienzo del exilio hasta el canto del Te Deum el sol se levanto doscientas veces. Todo el tiempo que transcurrió mien­tras sucedían estas cosas corresponde a cuatrocientas salidas del sol.

UNA VISITA AL COLEGIO DE LANZO

SUEÑO 78.AÑO DE 1871.

(M. fi Tomo X. págs. 42-43)

En fecha del 11 de febrero de 1871, [San] Juan Don Bosco escribía al personal y alumnos del Colegio de Lanzo, la siguiente carta:

Mis queridos y amadísimos hijos:

Deseo, oh queridos hijos, ir a celebrar el Carnaval con vosotros. Cosa insólita porque en estas fechas no suelo ausentarme de Turín. Pero el afecto que tantas veces me han manifestado y las cartas que me han escrito me llevaron a tomar esta determi­nación. Con todo, existe un motivo aún más grave que me obliga a proceder así, y es una visita que les hice hace pocos días sin que lo vosotros advirtieran. Escuchen qué relato tan triste y dolo­roso. Como les he dicho, sin que vosotros y sus superiores lo no­tasen estuve ahí.
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Al llegar a la placilla que hay delante de la iglesia vi un monstruo verdaderamente horrible. Sus ojos eran saltones y brillantes, el hoci­co grueso y chato, la boca grande, el mentón puntiagudo, las orejas semejantes a las de los perros, con dos cuernos de macho cabrío que le sobresalían de la cabeza. Este animal reía y bromeaba con al­gunos de sus compañeros que saltaban de acá para allá.

—¿Qué haces tú aquí, monstruo infernal?—, le dije asustado.
—Me divierto —contestó—; no sé qué hacer.

—¡Cómo! ¿No sabes qué hacer? ¿Entonces has determinado ya dejar en paz a mis queridos hijos?

—No es necesario que me ocupe de ellos, pues tengo dentro del Colegio a unos amigos que hacen mis veces estupendamente. Una selección de alumnos que se han alistado y se mantienen fieles a mi servicio.

—¡Mientes, padre de la mentira! Tantas prácticas de piedad, tantas lecturas, meditaciones, confesiones...

Me miró con una sonrisa sarcástica y haciéndome señas de que le siguiese, me condujo a la sacristía y me señaló al Director que es­taba confesando:

—¿Ves?, —me dijo—. Algunos son mis enemigos; pero muchos me sirven también aquí y son los que prometen y no cumplen; se confiesan siempre de las mismas cosas y yo me gozo de sus confe­siones.

Después me llevó a un dormitorio y me hizo observar a algunos que fingiéndose enfermos procuran no ir a la iglesia. Después me señaló a uno diciendo:

—Este estuvo ya en punto de muerte y entonces hizo mil pro­mesas al Creador, pero ¡cuánto peor es ahora que antes!

Me condujo después a otros lugares de la casa y me hizo ver co­sas que me parecían imposibles y que no les quiero escribir y que les diré de palabra. Entonces me llevó al patio y seguidamente con sus compañeros que estaban delante de la iglesia y le pregunté:
—¿Qué es lo que te presta un mejor servicio entre estos jóve­nes?

—Las conversaciones, las conversaciones, las conversaciones. Todo viene de ahí. Cada palabra es una semilla que produce maravillo­sos frutos.

—¿Quiénes son tus mayores enemigos?

—Los que frecuentan la Comunión.

—¿Qué es lo que te produce mayor disgusto?

—Dos cosas: la devoción a María... Y al llegar aquí calló como si no quisiese seguir hablando.

—¿Cuál es la segunda?

Entonces no pudo disimular su turbación: adquirió las aparien­cias de un perro, de un gato, de un oso, de un lobo. Unas veces te­nía tres cuernos, otras cinco, otras diez; tres cabezas, cinco, siete. Y esto casi al mismo tiempo. Yo temblaba y el monstruo quería huir; yo quería hacerlo hablar, hasta que le dije:

—Quiero que me digas qué es lo más que temes de todo cuanto se hace aquí. Y esto te lo ordeno en nombre de Dios Creador, tu Señor al cual todos debemos obedecer.

Al oír esto, tanto él como sus compañeros hicieron mil contor­siones, adoptaron unas formas que no querría ver más en la vida; después comenzaron a gritar haciendo un ruido horrible, terminan­do con estas palabras:

—Lo que mayor mal nos proporciona, lo que tememos más que nada es la observancia de los propósitos que se hacen en la confe­sión.

Estas palabras fueron dichas en medio de gritos tan espantosos y tan penetrantes, que todos aquellos monstruos desaparecieron como rayos y yo me encontré en mi habitación sentado junto a mi mesa de trabajo.

Lo demás se los narraré de viva voz con las consiguientes explica­ciones.

EL ESTANDARTE FÚNEBRE

SUEÑO 79.AÑO DE 1871.

(M. B. Tomo X, pág. 44)

En los comienzos del mes de noviembre de 1871, [San] Juan Don Bosco  daba el aviso de que antes de finalizar el año, uno de los alum­nos del Oratorio pasaría a la eternidad.

Habiéndole preguntado alguien de la casa cómo había llega­do a saberlo, contestó:
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Me pareció ver en sueño un estandarte desplegado al viento lle­vado por algunas personas; parecían ángeles, pero no lo recuerdo bien.

Por una parte se veía pintada la muerte con su mortífera guada­ña, en actitud de cortar el hilo de la vida de alguno; por la otra par­te, aparecía escrito el nombre de un joven. En la parte inferior de aquella enseña, se leía: «1871-72», con lo que se quería indicar que aquel joven pasaría a la eternidad antes de que terminase el año.
Parece que este sueño se cumplió en la persona del jovencito Eugenio Lechi, de Felizzano.

POR LOS DORMITORIOS EN
COMPAÑÍA DE LA VIRGEN

SUEÑO 80.AÑO DE 1871.

(M. B. Tomo X, pág. 44)

En el año de 1871 Don Barberis tomó algunas notas sobre las muertes predichas por [San] Juan Don Bosco en aquellos años, haciendo resaltar que en la visita hecha a los dormitorios fue acompañado por la Santísima Virgen.
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En el año de 1871 la Virgen bendita acompañó a [San] Juan Don Bosco a recorrer los dormitorios para indicarle que entre los jóvenes había uno que tendría que morir muy pronto, amonestándole al mismo tiempo para que lo preparase al gran paso.
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Estas visitas a los dormitorios eran frecuentes.

A veces, a la cabecera de cada joven se veía un cartel en el que se ponía de manifiesto el estado de su conciencia; otras ve­ces, sobre la frente del durmiente, aparecía la calidad de su cul­pa; en una ocasión vio pendiente de la cabeza de uno una espada sujeta al techo de un hilo sutilísimo próximo a romperse, mientras que el tal se agitaba en el lecho angustiosamente, como quien es víctima de sueños espantosos. A veces vio también a los demonios en el dormitorio rodeando a ciertos jóvenes; a un solo demonio aguardando el permiso de ¡a divina justicia para matar a otro.

Indudablemente, Don Barberis hace referencia a diversos sue­ños que [San] Juan Don Bosco tuvo en aquellos años.

EL DEMONIO EN EL PATIO

SUEÑO 81.AÑO DE 1872.

(M. B. Tomo X, págs. 45-47)

Estando enfermo en Varazze, en diciembre de 1871 y enero de 1872, [San] Juan Don Bosco soñó varias veces con los alumnos del Ora­torio. Así lo atestiguan varias cartas del salesiano Don Pedro Enria, que estaba siempre al lado del [Santo], y el Director de dicho Colegio, Don Juan Bautista Francesia.

Al regresar al Oratorio, una noche, no sabríamos precisar la fecha, en los comienzos de marzo, contó a los alumnos uno de aquellos sueños a los cuales se hacía pública referencia y que to­dos deseaban oír de sus labios; y pocos días después, el cuatro del mismo mes, volvía a exponer algunos detalles sobre el mis­mo.

Don Berto hizo también por escrito un extracto de este rela­to, pero por fortuna, llegó hasta nosotros uno más detallado, es­crito evidentemente en aquellos días, no sabemos por quién, pero sí muy interesante.

Lo ofreceremos al lector literalmente.

Algún detalle es algo oscuro, es decir, que podría haber sido expuesto con mayor claridad; pero el conjunto deja entrever la importancia del documento.

He aquí el texto original.
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A alguien le hablé en cierta ocasión de un sueño que había teni­do; y varios me pidieron les dijese el significado del mismo. No faltó quien me escribiese desde otras casas habiéndome sobre esto. Aho­ra escuchen, porque les lo voy a contar a vosotros para que riáis un poco; pues ya se sabe que cuando uno sueña es porque está dur­miendo, y, por tanto, démosle sólo la importancia que merece.

Yo, aun durante mi enfermedad, siempre estaba en medio de vosotros con el pensamiento. Allá hablaba siempre de vosotros de día, de noche y en todo momento, porque mi corazón estaba aquí. Por tanto, hasta cuando soñaba, soñaba con vosotros y con las cosas del Oratorio. Vine, pues, varias veces a visitarlos; y sabría referir las cosas relacionadas con muchos de los que me escuchan mejor que ellos mismos.

Es cierto que no venía con el cuerpo a hacerles estas visitas, porque si así hubiera sido me habrían visto.

Una noche, apenas me quedé dormido, he aquí que me pareció inmediatamente estar en medio de vosotros. Creí salir de la iglesia antigua encontrándome con uno que estaba en este rincón del pa­tio.

El tal tenía un cuaderno en la mano en el cual estaban escritos los nombres de todos los jóvenes. El me miraba e inmediatamente se ponía a escribir. Abandonando este sitio, se fue al rincón de las clases antiguas, después al fondo de la escalera donde están actual­mente y en menos tiempo del que yo tardo en decirlo, había dado una vuelta a todo el patio, observando y escribiendo sin perder tiempo.

Deseoso dé saber quién era y qué era lo que escribía, fui detrás de él: pero iba tan de prisa que yo tenía que correr para que no se separase demasiado de mí. Pasó también al patio de los artesanos y con una celeridad extraordinaria, seguía observando y escribiendo. Sentí nuevo deseo de saber lo que escribía. Me acerqué y vi que es­cribía en el renglón en el cual estaba anotado el nombre de un joven y luego en otro. Mientras él miraba hacia una y otra parte, yo me aproximé aún más, volví algunas hojas y vi que en una parte esta­ban los nombres de los jóvenes y que en otras páginas del cuader­no, de cuando en cuando, se veían figuras de animales. Al lado de algunos había un cerdo con estas palabras: Conparatus est iumentis insipiéntibus, et símilis factus est illis. Junto a otros había pin­tada una lengua con dos puntas, con la inscripción: Sussurones, detractores... digni sunt morte; et non solum qui ea faciunt sed etiam qui consentiunt faciéntibus. Junto a otros había dos orejas de asno bien largas que, significaban las malas conversaciones, y es­tas palabras: Corrumpunt bonos mores colloquia prava. Otros te­nían pintado un jabalí y algún otro animal diverso. Yo recorría las páginas con mucha rapidez, y pude observar cómo algunos nombres estaban grabados en el papel y no escritos con tinta, por lo que apenas si se podían entender.

Entonces miré con atención a aquel tal y vi que tenía dos orejas largas y muy rojas; y le brillaban en la frente dos ojos que destilaban sangre y despedían fuego.

—¡Ah! Ya te conozco— dije para mí.

Dio otras dos o tres vueltas por el patio y mientras se ocupaba con el mayor interés en su misión de observar y escribir, sonó la se­ñal de la campana para ir a la iglesia. Yo me dirigí hacia ella y él se puso inmediatamente cerca de la puerta por donde tenían que pasar los jóvenes; desde allí los observaba a todos. Después que todos hu­bieron penetrado en el sagrado recinto, él también lo hizo colocán­dose en el centro del mismo cerca del cancel de la balaustrada y desde allí tenía la vista clavada en los jóvenes que escuchaban la Santa Misa. Yo lo quería ver todo, y al comprobar que la primera puerta de la sacristía estaba semicerrada, me dirigí a ella para poder seguir cada uno de los actos del intruso. Celebraba la Misa Don Cibrario. Al llegar el momento de la elevación los jóvenes entonaron la jaculatoria: «Sea alabado y reverenciado en todo momento el San­tísimo y divinísimo Sacramento». Y al mismo tiempo se oyó un fragor en la iglesia como si ésta se desplomase; desapareció el individuo y de­sapareció también, entre una humareda y algunos trozos de papel con­vertidos en ceniza, el cuaderno que tenía en las manos.

Di gracias al Señor, que se había dignado vencer y arrojar fuera de su iglesia a aquel demonio. Comprendí que la asistencia a la Misa echa por tierra todas las ventajas que puede lograr el diablo y que los momentos de la Elevación son terribles para el enemigo de las almas.

Terminada la Misa salí, convencido de que no me encontraría más con aquel individuo; pero he aquí que apenas traspuse la puer­ta, veo a uno completamente encogido y con la espalda pegada a un rincón de la iglesia. Tenía en la cabeza un gorro rojo; observé atentamente y vi que de aquel gorro salían dos cuernos muy largos.

—¡Ah! ¿Todavía estás aquí, mala bestia?—, le grité con tal fuer­za que asusté al pobre Enria que estaba junto a mi lechó, y entretan­to me desperté.
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Y prosiguió:
Aquí tienen el relato del sueño que tuve y aunque no es más que un sueño, por él pude conocer una cosa en la cual jamás ha­bía pensado. Y es que el demonio no se contenta con anotar en su libro el mal que ve hacer, pues el Señor en el juicio no le cree­ría; sino que escribe también la sentencia de condenación toma­da de la Escritura y de la ley de Dios; así, él mismo pronuncia el veredicto.

Ahora habrá muchos que desearán saber si tenían algo escri­to, lo que tenían escrito y si sus nombres estaban anotados con tinta o no. Pero aquí no conviene que lo digamos en público; en particular podré contestar a quien así lo desee.

Otras muchas casas vi en este sueño; hay otros muchos episo­dios con las palabras de indignación que dijo contra mí y contra al­gún otro, pero esto sería muy largo de contar; lo iremos diciendo poco a poco.

El día cuatro de marzo, después de las oraciones de la noche, [San] Juan Don Bosco volvió a hablar a los estudiantes y a los artesanos. He aquí sus palabras:

Tendría esta noche muchas cosas que decirles, pasadas y pre­sentes; pero como hay tantos que preguntan continuamente al­gún detalle de aquel bendito sueño, hoy les diré algunas particularidades, pues contarlas todas sería el cuento de nunca acabar.

Alguno me preguntaba que si después de haberse quemado el cuaderno que llevaba aquel caballerete, no vi nada más. He aquí lo que vi entonces. Apenas aquel libro quedó reducido a ce­nizas y aquel horrible animal desapareció, se levantó una especie de nubécula en medio de la cual vi como una bandera o estan­darte en el que aparecía esta inscripción: "¡Gracia obtenida!", y había además otras cosas que yo no les quería decir para que no les enseñorearan un poco; pero se las manifestaré porque todos son buenos y virtuoso. Pude ver que sus conciencias, durante el tiempo que yo estuve ausente, se conservaron todas en buen es­tado.

Puedo asegurarles que han conseguido muchas gracias en fa­vor de sus almas y también la que pediste para mí, a saber: mi curación.

Pero no fue esto todo lo que vi en el sueño. Mientras que yo y algún otro seguíamos a aquel demonio para ver lo que hacía y lo que escribía, pude ver que en el cuaderno estaban escritos los nombres de todos los jóvenes, pero después de cada dos o tres páginas, siguiendo la línea del nombre sobre el que se leía "72-73-74-75-76", al llegar a esta cifra en lugar del nombre había es­tas palabras: Réquiem aeternam: pasaba a otra página y otra vez se leía: Réquiem aeternam faltando el nombre de otro indi­viduo que estaba en la primera.

Sólo pude ver hasta el "76"; conté los Réquiem aeternam y eran 22, de ¡os cuales "6" correspondían al "72", pero hasta llegar al "76" eran 22.

Intenté interpretar esto, pues han de saber que los sueños hay que interpretarlos; y comprendí que antes del 76 se deberían haber cantado ya 22 Réquiem aeternam. Dudé un poco en acep­tar esta interpretación, pareciéndome una cosa exagerada que en­tre nosotros antes del 76 tuvieran que morir tantos, estando todos sanos y robustos, pero no supe darme otra explicación. Esperemos que se puedan cantar también las otras palabras que vienen detrás, esto es, et lux perpetua luceat eis y nosotros podamos decir que tal luz resplandece ante nuestros ojos.

Ahora ni quiero, ni conviene que yo diga, cuántos y quiénes de entre vosotros tuvieran escritos el Réquiem aeternam; deje­mos esto en el dominio de los juicios insondables de Dios; noso­tros pensemos sólo en conservarnos en su gracia, para que cuando llegue nuestro día podamos presentarnos confiados al Divino Juez.

Por mi parte, habiendo obtenido por mediación de vuestras oraciones la curación, aunque no deseaba sanar —mas siendo la vida un don de Dios, y si El nos la conserva, es una gracia que nos concede ininterrumpidamenteprocuraré emplearla siem­pre en su servicio y para bien suyo, pues sois vosotros quienes me han conseguido la salud, a fin de que podamos todos un día ir a gozar de Dios en el cielo, que tantos favores nos prodiga en este valle de lágrimas».

De las pacientes investigaciones hechas en los registros de la casa, tanto en los de la Prefectura como en los de las clases, como también en el de Necrología de [Beato] Miguel Don Rúa, resulta que los muertos fueron realmente 22, y precisamente 6 en el 1872, 7 en el 73, 5 en el 74 y 5 en el 75. También Don Berto tomó apuntes de este sueño, pero posteriormente, por lo que no debe causar­nos extrañeza alguna inexactitud; y ateniéndose a sus memorias declaraba también en el Proceso Informativo que [San] Juan Don Bosco ha­bía predicho seis muertos para el 72 y veintiuno para los tres años siguientes, concluyendo: «Habiendo visto con mis ojos... exactamente cumplida la predicción del primer año de 1872, no me preocupé de tomar nota de los demás, creyendo que sería inútil, pues según lo acostumbrado, morirían ciertamente en el tiempo predicho otros veintiuno, como en efecto sucedió, por lo que recuerdo».

En el cómputo realizado hemos excluido a los que murieron fuera del Oratorio, como Cavazzoli en Lanzo, otros en Borgo San Martino, en el hospital de San Giovanni, en familia, de for­ma que todos, comprendido el número, llegaría a igualar y tal vez a alcanzar el indicado por Don Berto.

EL RUISEÑOR

SUEÑO 82.AÑO DE 1872.

(M. B. Tomo X, págs. 49-50)

Del 3 al 7 de julio de 1872, en el Oratorio tuvieron lugar los Ejercicios Espirituales para los alumnos, que fueron predicados por Don Lemoyne y por Don Corsi, y [San] Juan Don Bosco después de ha­ber pedido al Señor que le diese a conocer si todos los habían hecho bien, tuvo este sueño que contó a toda la comunidad:
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Me pareció estar en un patio mucho más espacioso que el del Oratorio todo rodeado de casas, de plantas, de matorrales. En las ra­mas de los árboles y entre las espinas de las malezas había de trecho en trecho algunos nidos, con los polluelos a punto de emprender el vuelo en distintas direcciones. Mientras me complacía oyendo piar a aquellos pajarillos, he aquí que se cae delante de mí un animalillo que por su canto conocí que era un ruiseñor.

—¡Oh!, —dije—, si te has caído es que las alas no te sirven aún para volar y por tanto te podré coger.

Y diciendo esto avancé y alargué el brazo para apoderarme del ani­malillo.      

—Pero ¿qué?, estaba ya casi rozándole las alas, lo tenía en mi poder como quien dice, cuando el pajarillo, haciendo un esfuerzo, comienza a volar llegando hasta la mitad del patio.

—Pobre animal —dije para mí—; es inútil todo esfuerzo; es inú­til que intentes escapar, pues te perseguiré hasta capturarte. Y dicho esto comencé a correr detrás de él y cuando estaba para atraparlo me hace la misma jugada, y concentrando todas sus fuerzas consigue volar aún más lejos.

—¡Vaya con el animalejo!, —exclamé—; quiere salirse con la suya; pues bien, veremos quién gana la partida.

Y he aquí que me acerco a él por tercera vez y como si persistie­se en la idea de burlarse de mí, cuando lo tenía casi en mi poder, se levanta como a la distancia de un tiro de escopeta y más aún.

Yo lo sigo con la vista, maravillado de su atrevimiento, cuando de pronto veo caer sobre aquel ruiseñor un enorme gavilán que, aferrándolo con sus potentes garras, se lo lleva para devorarlo.

Al ver aquella escena sentí que la sangre se me helaba en las ve­nas, y deplorando el infortunio del incauto, lo seguí con la mirada.

Yo me decía entretanto:

—Quise salvarte y no te dejaste prender, antes bien, te burlaste de mí tres veces seguidas y ahora pagas el precio de tu testarudez.

Entonces el ruiseñor con una voz muy débil, dirigiéndome la palabra, lanzó tres veces este grito:

—Somos diez... Somos diez... Somos diez...

Me desperté sobresaltado y, naturalmente, con la mente fija en el sueño y reflexionando sobre aquellas misteriosas palabras, pero no me fue posible deducir el sentido.

A la noche siguiente he aquí que continuó el mismo sueño.

Me pareció estar en el mismo patio, que parecía también rodea­do de casas, de plantas y de matorrales, y he aquí que veo el terrible gavilán que con una mirada feroz, con los ojos sanguinolentos, vuela cerca de mí. Maldiciendo la crueldad que había usado para con aquella pobre bestezuela, levanto la mano en señal de amenaza; el pajarraco huye entonces despavorido y, al hacerlo, deja caer a mis pies un papel en el que había diez nombres escritos. Lo recojo con ansiedad, lo devoro con la vista y leo en él los nombres de diez jóve­nes que están aquí presentes.
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Me desperté, y sin gran esfuerzo comprendí inmediatamente el secreto, a saber: que aquellos eran los jóvenes que no habían querido saber nada de ejercicios y que no habían ajustado las cuentas de sus conciencias y que en lugar de darse al Señor por mediación de [San] Juan Don Bosco habían preferido entregarse al demonio.

Me arrodillé, di gracias a María Auxiliadora que se había dig­nado darme a conocer de una manera tan singular los nombres de aquellos hijos que habían desertado de las filas, prometiéndo­le al mismo tiempo no cejar hasta que me fuese posible mi inten­to de reducir al redil a aquellas ovejas descarriadas.

Este relato es de Don Berto, retocado por Don Lemovne. Don Berto hizo relación del mismo en el Proceso Informativo para la causa de Beatificación y Canonización del amadísimo Pa­dre, terminando con estas palabras: «Recuerdo que dichos jóve­nes fueron avisados privadamente en nombre de [San] Juan Don Bosco y que uno de ellos, no habiendo querido cambiar de conducta, fue despe­dido del Oratorio».

AL VOLVER DE VACACIONES

SUEÑO 83.AÑO DE 1872.

(M. B. Tomo X. págs. 51-52)

He aquí lo que cuenta Don Evasio Rabagliati, entonces cléri­go en el Oratorio, por habérselo oído a [San] Juan Don Bosco al principio del año escolar 1872-73.
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Me pareció ver lo que todos los años sucede en esta estación. Las vacaciones estaban para terminar y los jóvenes acudían en grandes grupos al Oratorio; Sucedió entonces, por casualidad, que como saliese de casa para algunos asuntos míos, me encontré a uno que regresaba de las vacaciones. Lo observé un momento y al ver que no me saludaba lo llamé por su nombre, y cuando lo tuve junto a mí, le dije:

—Y bien, querido, ¿cómo has pasado las vacaciones?

—Bien— me respondió.

—Dime, ¿has observado los propósitos que me dijiste al mar­char que cumplirías?

—¡Oh!, no: era algo muy difícil; aquí tiene sus recuerdos y mis propósitos, los he puesto en esta caja.

Y  al decir esto me mostraba una cajita que llevaba debajo del brazo.

—¿Y por qué has mentido así —le dije— y has engañado a [San] Juan Don Bosco y al Señor? ¡Qué desgraciado! ¡Ah! Al menos procura ahora arreglar las cosas de tu alma.

—¡Oh, sí!... ¡El alma!... ¡Ah, sí; hay tiempo! Después... des­pués...

Y así diciendo se marchaba a otra parte. Pero yo le volví a llamar y le dije:

—Pero ¿por qué haces eso? Escúchame y recobrarás la alegría.

—¡Uff!—, exclamó encogiéndose de hombros por toda respues­ta, y se alejó.

Yo, siguiéndole con una mirada llena de tristeza, le dije:

—Pobre muchacho, te has buscado tu propia ruina y no ves la fosa que te has abierto a tus pies.

Y al decir esto siento un ruido como de un cañonazo y me des­perté asustado, encontrándome sentado en mi lecho.

Entonces, durante un buen rato, estuve meditando sobre lo que había visto, sintiéndome hondamente preocupado por la suerte de aquel joven.

Después, como me volviese a dormir, he aquí que continuó el sueño interrumpido.

Me pareció hallarme solo en medio del patio y al dirigirme hacía la portería me encuentro con dos sepultureros que venían a mi en­cuentro. Fuera de mí por la sorpresa, me acerqué a ellos para preguntarles:

—¿Qué buscan?

—¡Al muerto!—, me respondieron.

—Pero ¿qué dicen? Aquí no hay ningún muerto. Se han equivo­cado de puerta.

—Oh, no, de ninguna manera. ¿No es esta la casa de [Saan] Juan Don Bosco?

—¡Cierto!—, respondí.

—Pues bien, nos avisaron que un joven de [San] Juan Don Bosco se había, muerto y que teníamos que enterrarlo.

—Pero, ¿cómo es esto? ¿Es que estoy soñando? Yo no sé nada.

Entretanto miraba a mi alrededor buscando a alguno.

El patio estaba desierto. Y continuaba diciéndome a mí mismo:

—¿Cómo es que no veo a nadie? ¿Dónde están todos mis hijos? ¡Además es de día!

Nos dirigimos hacia los pórticos y allí cerca encontramos una caja sobre la cual de un lado estaba escrito el nombre del joven muerto con la fecha del año 1872. En otra parte se leían estas terri­bles palabras: Vitia eius cum pulvere dormient.                    \

Como los sepultureros se lo quisiesen llevar, yo me opuse di­ciendo:

—No permitiré qué se lleven a uno de mis hijos sin que yo le ha­ble aún una vez.

Y me acerqué a la caja con intención de romperla; pero no me fue posible a pesar de todos los esfuerzos que hice. Y como yo si­guiese en mis trece y los sepultureros se impacientasen, comenza­ron a discutir conmigo, y uno en un arrebato de furor dio un tan gran golpe al ataúd que al romperlo me despertó, dejándome por todo el resto de la noche triste y melancólico.
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A la mañana siguiente, lo primero que hice fue preguntar si el tal individuo estaba ya en el Oratorio y me dijeron que estaba jugando en el patio. Entonces me sentí aliviado en mi dolor.

Aquel desgraciado, a lo que parece artesano, fue el mismo a que se refirió también Don Luis Piscetta, que era alumno del Oratorio en el curso 1872-73, en el Proceso Informativo.
En el año de 1873 [San] Juan Don Bosco reunió una noche a todos los artesanos y a los estudiantes, y en las buenas noches, predijo, es­tando yo presente, que moriría un joven cuya muerte debía ser­vir de lección, pero no de ejemplo que imitar. Un mes después murió el joven de quince años G... O..., que estaba completa­mente sano en la época de la predicción del [Santo].

Habiendo enfermado se le acercaron varios sacerdotes recomendándole calurosamente que pensase en su alma, pero el paciente se negó obstinadamente aduciendo diversos pretextos. Perdió el oído y la palabra y si bien los volvió a adquirir, aunque no plenamente, no quiso saber nada de Confesión y murió sin Sacramentos. A su muerte estuvo presente Santiago Ceva y fue­ron testigos de su obstinación Carlos Fontana y Miguel Vigna.

Sin duda [San] Juan Don Bosco no dejó de hacer cuanto pudo para prepa­rarlo al gran paso; pero después, en aquellos días, hubo de ausen­tarse del Oratorio. El pobre joven, que se encontraba muy bien de salud, enfermó de improviso, siendo llamado para confesarlo Don Cagliero, que con las más suaves maneras lo invitó a que pensase en su alma; pero el infeliz, que apenas contaba quince años, le dijo repetidas veces que no era todavía tiempo, que no tenía ganas y que le dejase tranquilo. Don Cagliero se le acercó nuevamente y quiso hablar familiarmente con él, después le hizo algunas pregun­tas sobre su vida pasada, pero el pobrecillo que le había contestado ya algo, al darse cuenta de la intención del sacerdote, calló y se vol­vió hacia la otra parte. Don Cagliero insistió nuevamente, pero el enfermo persistió en su mutismo, muriendo sin Sacramentos el mismo día que [San] Juan Don Bosco regresaba al Oratorio.

La impresión de terror que causó esta muerte en el corazón de los jóvenes duró mucho tiempo».

LA PATAGONIA

SUEÑO 84.AÑO DE 1872.

(M. B. Tomo X, págs. 54-55)

He aquí el sueño que decidió a [San] Juan Don Bosco a iniciar el aposto­lado misionero en la Patagonia.

Lo contó por vez primera a Beato Pío Pp. IX en el mes de marzo de 1876. Seguidamente repitió el relato del mismo a algunos salesianos en privado. Al primero a quien hizo esta confidencia fue a Don Francisco Bodrato el 30 de julio del mismo año, y Don Bodrato aquella misma noche lo contó a Don Julio Barberis, en Lanzo, donde había ido a pasar algunos días de vacaciones con un grupo de clérigos novicios.

Tres días después, Don Barberis se dirigía a Turín, y encontrándose en la biblioteca conversando con el Santo, mientras paseaban, oyó de sus labios el mismo relato. Don Barberis nada dijo de esto, habiendo experimentado una gran satisfacción por haber oído directamente de labios de [San] Juan Don Bosco la narración de este sueño, pues el [Santo] siempre solía añadir algún de­talle nuevo.

También Don Lemoyne lo oyó del mismo [San] Juan Don Bosco, y tanto Barberis como Don Lemoyne lo pusieron por escrito.

[San] Juan Don Bosco declaraba Don Lemoyneles dijo que habían sido los primeros a los cuales había expuesto detalladamente esta especie de visión, que ofrecemos aquí repitiendo las mismas palabras casi, del [Santo].
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Me pareció encontrarme en una región salvaje y por completo desconocida. Era una inmensa llanura completamente inculta, en la cual no se descubrían ni montes ni colinas. Pero en sus lejanísimos confines se perfilaban escabrosas montañas. Vi en ella una turba de hombres que la recorrían. Estaban casi desnudos, su altura y estatu­ra eran extraordinarias, su aspecto feroz, los cabellos largos y eriza­dos, el color bronceado y negruzco e iban vestidos con largas pieles de animales que les caían por las espaldas. Usaban como armas una especie de lanza larga y la honda o lazo.

Estas turbas de hombres, esparcidos por acá y por allá, ofrecían a los ojos del espectador escenas diversas: unos corrían detrás de las fieras para darles caza; otros llevaban clavados en las puntas de sus lanzas trozos de carne ensangrentada. Por una y otra parte los unos luchaban contra los otros, otros peleaban con soldados vestidos a la europea, quedando el terreno cubierto de cadáveres. Yo tem­blaba al contemplar semejante espectáculo, y he aquí que en el lí­mite de la llanura aparecen numerosos personajes, en los cuales, por sus ropas y por la manera de conducirse, reconocí a los Misioneros de varias Ordenes. Estos se aproximaron para predicar a aquellos bárbaros la religión de Jesucristo. Los observé atenta­mente, pero no reconocí a ninguno. Se mezclaron con los salvajes, pero aquellos bárbaros, apenas los tenían cerca, con un furor in­fernal y con una alegría diabólica se arrojaban encima de ellos, los mataban y con una saña feroz los descuartizaban y clavaban los pe­dazos de sus carnes en las puntas de sus largas picas. Después se volvían a repetir las luchas entre ellos y con los pueblos vecinos.

Después de haber observado aquellas horribles matanzas, me dije para mi:

—¿Cómo hacer para convertir una gente tan salvaje?
Entretanto vi en lontananza un grupo de nuevos misioneros que se acercaban a aquellos bárbaros con rostro alegre, precedidos por un número determinado de jovencitos.

Yo temblaba pensando:

—Vienen para hacerse matar.

Y me acerqué a ellos; eran clérigos y sacerdotes. Los miré atentamente y vi que eran nuestros salesianos. Los primeros me eran conocidos y si bien no pude conocer personalmente a otros muchos que seguían a éstos, me di cuenta de que eran también Mi­sioneros salesianos, misioneros de los nuestros.

—Pero ¿cómo es esto?—, exclamé.

Estaba decidido a no dejarlos avanzar y me dispuse a hacerles que se detuvieran. Estaba seguro de que correrían la misma suerte que los anteriores. Quise hacerles volver atrás, cuando noté que su aparición había provocado la alegría entre todas las turbas de los bárbaros, los cuales depusieron las armas y su ferocidad y acogieron a nuestros Misioneros con las mayores muestras de cortesía.

Maravillado de esto me decía a mí mismo:

—¡Ya veremos cómo termina todo esto!

Y vi que nuestros misioneros avanzaban hacia aquellas hordas de salvajes; les instruían mientras ellos escuchaban atentamente sus palabras; les enseñaban y aprendían prontamente; les amonestaban y ellos aceptaban y ponían en práctica sus avisos.

Seguí observando y me di cuenta de que los misioneros rezaban el santo Rosario, mientras que los salvajes corriendo por todas par­tes se agrupaban alrededor de ellos y contestaban a aquellas oracio­nes.

Después los salesianos se colocaron en el centro de aquella muchedumbre y se arrodillaron. Los salvajes, después de deponer las armas a los pies de los misioneros, también se arrodillaron. Y he aquí que uno de los salesianos entonó el: «Alabad a María, oh len­guas fieles», aquellas turbas, todas a una voz, continuaron la letrilla tan al unísono y en tono tan fuerte que yo, asustado, me desperté.
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Este sueño lo tuve hace cuatro o cinco años y me causó mu­cha impresión, quedando convencido de que se trataba de un aviso del cielo. Con todo, no comprendí su particular significa­do. Vi claramente que hacía referencia a Misiones extranjeras, en las que ya hacía tiempo había pensado con gran ilusión.

El sueño, pues, continúa Don Lemoyne, tuvo lugar hacia el 1872. Al principio, [San] Juan Don Bosco creyó que se trataba de ¡os pue­blos de Etiopía, después pensó en los alrededores de Hong-Kong y en los habitantes de Australia y de las Indias; sólo en el 1874, cuando recibió las más apremiantes invitaciones para que envia­se los salesianos a la Argentina, comprendió claramente que los salvajes que había visto eran los habitantes de la inmensa región, entonces casi desconocida y conocida hoy con el nombre de Patagonia.

LOS PROPÓSITOS EN LA CONFESIÓN

SUENO 85.AÑO DE 1873.

(M. B. Tomo X. pág. 56)

En la noche del 31 de mayo de 1873, después de las oraciones, al dar las buenas noches a los alumnos, el [Santo] les hizo esta importante declaración, llamándola "resultado de sus pobres plegarias" y que lo que iba a decir "provenía del Señor".

Durante todo el tiempo de la novena de María Auxiliadora, me­jor dicho, durante todo el mes de mayo, en la Misa y en mis oracio­nes particulares pedí al Señor y a la Virgen la gracia de que me hiciesen conocer qué era lo que más contribuía a la ruina eterna de las almas.
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Ahora no me atrevo a decirles si esto proviene o no del Señor; pero sí les puedo afirmar que casi todas las noches soñaba con que el motivo fundamental de la condenación eterna de los más, era la falta de propósitos en las Confesiones. Y así me pareció ver a algu­nos jóvenes que salían de la iglesia después de confesarse y que te­nían cuernos.

—¿Cómo es esto?, —me decía para mí—. ¡Ah, esto proviene de la falta de propósitos en la Confesión! Este es el motivo por el que son tantos los que vienen a confesarse con frecuencia, sin enmen­darse jamás; se confiesan siempre de las mismas cosas. Son los que (y hablo de casos hipotéticos, pues no puedo servirme de nada de lo que he oído en confesión porque es secreto), son los que al principio del año tuvieron un voto desfavorable y continúan con el mismo voto; los que murmuraban al comienzo del año y ahora continúan murmurando.
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He creído oportuno decirles esto, porque es el resultado de las pobres oraciones de [San] Juan Don Bosco y procede del Señor.

De este sueño no dijo más en público, pero privadamente hizo uso de otros detalles que en él le fueron revelados para ani­mar y amonestar a los jóvenes.

Para nosotros lo poco que dijo y la forma como lo dijo consti­tuye una grave advertencia, que se ha de recordar con frecuencia a los alumnos.

LOS PECADOS EN LA FRENTE

SUEÑO 86.AÑO DE 1873.

(M. B Tomo X. págs. 69-70)

La noche del 11 de noviembre de 1873, después de las ora­ciones, al dar las buenas noches, [San] Juan Don Bosco narraba este sueño que tuvo el 8 y el 10 del mismo mes.

El relato es de Don Berto.
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Me parecía estar visitando los dormitorios y que los jóvenes esta­ban sentados en las camas, cuando he aquí que apareció un desco­nocido que tomándome la lámpara de la mano, me dijo:

—¡Ven y verás!

Yo le seguí. El se acercó entonces al lecho de cada uno de los alumnos y elevando la luz a la altura de la frente me invitaba a ob­servar. Yo me fijé atentamente en la frente de cada uno de los mu­chachos y vi escritos en ella todos sus pecados. El desconocido me dijo entonces que escribiese, pero yo, creyendo que podría recordar todo, seguí adelante sin tomar nota de aquellas cosas que veía escri­tas. Pero reflexionando después sobre la imposibilidad de retener en la memoria todo cuanto había visto, volví atrás y lo anoté en mi li­breta de apuntes.

Después de recorrer un dormitorio muy largo, mi guía me con­dujo a un rincón en el cual se encontraba un numeroso grupo de jó­venes con el rostro y la frente blancos y nítidos como la nieve. Entonces manifesté mi alegría, y él, siguiendo adelante, me señaló uno que tenía todo el rostro lleno dé manchas negras, y después, prosiguiendo la marcha, vi a otros muchos y mientras tomaba nota de cuanto veía me decía a mí mismo:

—Así podré avisarles.

Por fin, al llegar al extremo del corredor, siento en un ángulo del mismo un gran ruido y después que entonaban en voz alta el Mi­serere.

Me volví a mi compañero preguntándole quién se había muerto y él me dijo:

—Se ha muerto el que viste cubierto de manchas negras.

—Pero ¿cómo, si ayer por la noche estaba todavía vivo; yo lo he visto pasear, y ¿dices que ha muerto?

El guía tomó un almanaque, lo abrió y después dijo:

—Mira aquí la fecha.

Miré y estaba escrito: día 5 de diciembre de 1873.

Dicho esto se volvió hacia una parte y yo hacia la otra y me en­contré despierto en mi lecho.
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Es cierto que esto es un sueño, pero ya en otras ocasiones es­tos sueños se cumplieron fatalmente; por tanto, nosotros, sin hacer caso de los sueños ni de otras cosas, recordemos la sentencia del Divino Salvador, el cual nos aconsejaba que estemos preparados.

Cuando hubo terminado de hablar el [Santo], todos, jóvenes, clérigos y sacerdotes, se le acercaron deseosos de saber lo que había visto escrito en la frente de cada uno, y a muchos de ellos, entre los cuales numerosos clérigos, no fue posible en­viarlos a dormir antes de que les dijese confidencialmente lo que deseaban.

Al acompañarlo a su habitación contaba Don Bertome dijo que la lámpara que llevaba en el sueño era la misma que so­lía usar por la noche.

Y al llegar a su cuarto, mientras paseábamos juntos me dijo: Qué poco se necesita para poner a los jóvenes en movi­miento; tengo la seguridad de que un sermón no les habría im­presionado tanto. Es necesario que les cuente estas cosas con frecuencia.

Y yo añadí:

—¡Oh, sí; haría un gran bien! ¡Verá mañana cuántos acuden a confesarse! Oí a uno que decía:

Esta noche no quiero preguntarle qué es lo que vio sobre mi frente, pues mañana no me atrevería a ir a confesarme.

En efecto, al día siguiente lo vi confesándose.

[San] Juan Don Bosco continuó hablando del que tenía la cara cubierta de manchas negras:

Ya vino uno esta noche... Y me preguntó qué era lo que había visto y yo le dije dos o tres cosas; después me interrumpió:

Basta, basta dijo—, sabe demasiadas cosas. Y por la ma­ñana lo vi confesándose.

El joven que tenía el rostro cubierto de manchas negras, el 4 de diciembre estaba aún jugando en el patio y hacia las cinco de la tarde sufrió un ataque de gripe. Fue conducido a la enferme­ría, por la noche se confesó y recibió la Extremaunción, por la mañana estaba en las últimas. Vinieron sus parientes y lo condu­jeron en coche al hospital de San Juan, y aquel día precisa­mente el 5 de diciembrea las once de la noche pasaba a la eternidad.

[San] Juan Don Bosco entretanto se encontraba en Lanzo, regresando al Oratorio el día 6, cuando la tía del enfermo, llorando, le comuni­caba la doloroso noticia, que se difundió como un relámpago por toda la casa, despertando un espanto universal.

¿Cómo?, decían los alumnos—. ¿Ya ha muerto? ¡Si an­teayer fue de paseo!
Y el [Santo], la noche siguiente, al dar los buenas noches consolaba a sus oyentes diciendo que el difunto, antes de enfermar, había hecho su confesión general.

Don Berto, que en sus cuadernos anotó los nombres de los que interrogaron a [San] Juan Don Bosco sobre el estado de sus conciencias inmediatamente después de las buenas noches, y de aquél que también le preguntó interrumpiéndole al oír algunas palabras, y del que no se le quiso acercar aquella noche y se confesó a la mañana siguiente, y del propio difunto, hacía esta declaración en el Proceso Informativo:

«La noche del 7 de diciembre de 1873, acompañando al [Santo] a su habitación, al llegar a esta le pedí me manifesta­se de una manera confidencial, cómo hacía para conocer el interior de los jóvenes, especialmente sus pecados.

—Mira —me dijo—, casi todas las noches sueño que vienen a mí los jóvenes pidiéndome confesarse y que al hacer su confesión general me descubren todos sus enredos de conciencia, y después, a la mañana siguiente, cuando se acercan en realidad a hacerlo, yo no tengo más que manifestarles todos los embrollos que tienen en la conciencia.

Escriba esas cosas que son tan útiles.

¡Oh, de ninguna manera! Tales cosas pueden y deben ser­vir solamente al que ejercita el sagrado ministerio... y cuando uno es favorecido por Dios con estos dones singulares»...

PREDICCIÓN DE UNA NUEVA MUERTE
SUEÑO 87.AÑO DE 1873.

(M. B. Tomo X, págs. 71-72)

Durante la visita que hiciera el [Santo] en el mes de diciembre de 1873 al colegio de Lanzo, contó un sueño semejan­te al anterior, haciendo referencia a una visita a los dormitorios, al canto del Miserere y a una muerte inminente.

Un joven llamado Julio Cavazzoli, de Fabbrico, diócesis de Guastalla, recomendado del Arcipreste de Campagnola, entró en el Oratorio en el 1870, pasando poco después a Lanzo, regresando al Oratorio en 1871; pero habiendo enfermado hacia fines de 1873 fue enviado nuevamente a Lanzo con la esperanza de que el clima de su nueva residencia le hubiese ayudado a recobrar la salud. Y en Lanzo estaba cuando [San] Juan Don Bosco hizo al colegio la vi­sita a que hemos aludido, contando al mismo tiempo el presente sueño que quedó muy grabado en la mente de los alumnos. Car­los María Baratía, que hacía pocos días había entrado en el cole­gio de Lanzo, recordaba muchos años después al director del mismo, Don Lemoyne, que no había tomado nota alguna del he­cho, ciertos detalles que ofrecemos al lector.
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Le pareció a [San] Juan Don Bosco que un joven misterioso lo conducía a un dormitorio del Colegio. Todos los jóvenes descansaban en sus le­chos. El guía, con una luz en la mano proyectándola sobre el rostro de los que dormían, daba a conocer al [Santo] los rostros de los muchachos. Los primeros tenían la frente blanca, otros surcada por una raya negra, otros tenían dos rayas negras (pecados venia­les); otros tenían el rostro oscurecido como la niebla o como las ti­nieblas (pecados mortales). [San] Juan Don Bosco sacó un papel y con un lápiz apuntaba los nombres y el estado en que se encontraba cada uno. Al llegar al fondo del dormitorio fue cuando sintió cantar en el otro extremo, donde estaban los del rostro blanco, el Miserere.

—¿Qué significa este canto fúnebre?—, preguntó al joven miste­rioso que le acompañaba.

Y recibió esta respuesta:

—Ha muerto fulano de tal, el día tal.

—Pero ¿cómo es posible si hace poco estaba vivo?

—Ante Dios, el futuro es como el presente.
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[San] Juan Don Bosco terminó diciendo que el hecho se verificaría de allá a un mes, pero no dio nombre alguno. Al mismo tiempo re­cordó a todos que estuviesen preparados.

Los jóvenes aseguraban que el [Santo] había dicho el nombre del tal al director.

Pasaron quince días y Cavazzoli cayó enfernio, muriendo poco después.

También Don Juan Gresino, que había entrado en el Colegio en 1872 nos exponía escuetamente el hecho, afirmando que [San] Juan Don Bosco había revelado al Director el nombre del que tenía que morir en breve.

Y  el tal, joven de dieciocho años (había nacido en 1855) quince días después estaba a las últimas. “Fue confortado como se lee en los registros parroquialescon la Confesión, el Viático y la Bendición Papal”, pero no quería morir. El director le hizo observar que era una suerte morir bien preparado, pues ¿quién podía asegurar que más tarde se encontraría en las mis­mas disposiciones?

Bien; si es así, quiero morirme, pero ¿qué tengo que hacer para morirme?

Se le sugirieron algunas jaculatorias para obtener una buena muerte y las repitió con toda devoción.

¡Ahí, querido Jesús... José y María... les doy el corazón y el alma mía... Jesús, José y María... asístanme en mi última ago­nía... (comenzaba el estertor)... Jesús... José... y María... expire... en vuestros brazos... en paz... el alma mía.

Y murió serenamente el 21 de diciembre a las diez y media. En Lanzo recordaba Don Gresino[San] Juan Don Bosco dijo que aquel sueño lo había tenido la noche precedente y esto no nos debe causar extrañeza, puesto que él mismo había asegurado que casi to­das las noches soñaba que escuchaba a sus hijos en confesión. En su inmensa caridad paterna bien merecía que el Señor le anunciase las muertes inminentes para que pudiese preparar a los que habían de morir, al gran paso.

LA MISERICORDIA DIVINA

SUEÑO 88.AÑO DE 1873.

(M. B. Tomo X. págs. 73-76)

El 29 de noviembre de 1873, al regresar de su visita a las ca­sas de Sampierdarena, Varazze y Alassio, después de las oracio­nes de la noche, [San] Juan Don Bosco narraba a sus oyentes este otro sueño del que Don Berto nos legó esta detallada relación:
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En los pasados días, mis queridos jóvenes, en los cuales me en­contré fuera de casa, tuve un sueño verdaderamente espantoso. Una noche me fui a acostar pensando en quién sería aquel que, en el sueño que hace poco les narré, me había acompañado con la lin­terna en la mano a visitar los dormitorios, haciéndome observar so­bre la frente de los jóvenes las negras manchas que embadurnaban sus conciencias; esto es, si era el desconocido un hombre como no­sotros, o bien un espíritu en forma humana. Y preocupado con esta idea me quedé dormido.

Cuando he aquí que me vi transportado al Oratorio, pero con gran sorpresa pude comprobar que no se hallaba situado en el mis­mo sitio. Estaba emplazado a la entrada de un inmenso y amplio va­lle flanqueado de dos montículos en forma de hermosas colinas.

Yo me encontraba en medio de los jóvenes allí concentrados, todos los cuales permanecían silenciosos y pensativos. Cuando, de pronto, veo aparecer en el cielo un sol tan luminoso y brillante que con su luz deslumbraba de tal manera la vista que para no quedar enceguecidos teníamos que permanecer con la mirada fija en el sue­lo. Así estuvimos durante un buen rato, hasta que la luz de aquel sol tan esplendoroso comenzó a disminuir poco a poco hasta llegar a extinguirse casi por completo, dejándonos envueltos en la más pro­funda oscuridad, de forma que los jóvenes, incluso los que estaban más próximos unos a otros apenas si podían verse y reconocerse recíprocamente.

Este repentino paso de la más viva de las luces a las más profun­das tinieblas nos llenó a todos de un gran terror. Pero mientras yo pensaba en la forma de librarnos de aquella tétrica oscuridad, vi aparecer por una esquina del valle una luz verdosa que extendiéndo­se en forma de amplia faja venía a colocarse sobre el mismo valle y describiendo un bellísimo arco tocaba con ambas extremidades lige­ramente las dos colinas. Entonces, en medio de tanta oscuridad, apareció un poco más de luz y el referido arco iris, que era semejan­te a los que se ven después de la lluvia o de un furioso temporal, o como suele suceder al producirse una aurora boreal, dejando caer torrentes de luces de los más variados colores.

Mientras permanecíamos todos allí admirando y gozando de aquel agradable espectáculo, descubro allá en el fondo del valle un nuevo portento que hizo desaparecer al primero. Era un globo eléc­trico de extraordinarias dimensiones, que parecía suspendido en el aire entre el cielo y la tierra, el cual despedía por todas partes haces de luz tan vivos que ninguno podía tener la vista fija en él sin peligro de caer sin sentido al suelo. Dicho globo bajaba hacia nosotros y convertía el valle en un lugar tan resplandeciente, que diez de nues­tros soles en pleno cenit no habrían logrado un efecto semejante. Y a medida que se aproximaba, veía yo cómo los jóvenes caían de bruces al suelo deslumbrados por su resplandor, como si hubiesen sido heridos por un rayo.

Al ver aquello quedé al principio tan lleno de terror que no sabía qué partido tomar; pero después, reaccioné y haciendo un gran esfuerzo posé la mirada fija e impávidamente en el globo siguiendo todos sus movimientos, hasta que al llegar encima de nosotros se detuvo como a unos 300 metros de altura.
Entonces dije entre mí:

—¡Quiero ver en qué consiste este maravilloso e inaudito fenó­meno!

Lo examiné, pues, detenidamente, a pesar de encontrarse tan alto, y pude descubrir que por la parte de arriba terminaba en forma de gruesa pelota sobre la cual estaban grabadas en grandes caracte­res estas palabras: «El que todo lo puede». Todo alrededor estaba dotado de varias filas de balconcillos ocupados por una inmensa multitud de personas de toda edad y condición, todas de aspecto glorioso y feliz, adornadas con vestiduras resplandecientes por la in­finita variedad de los colores más diversos y de belleza indescriptible, que con sus sonrisas y actitud amistosa parecían invitarnos a tomar parte de su gozo y triunfo.

Del centro de aquel globo celeste partía una tupida lluvia de ha­ces y de dardos de luz tan viva que, yendo a herir directamente a los jóvenes en los ojos, los dejaba sin sentido, haciéndoles vacilar y, finalmente, no pudiendo mantenerse en pie, se veían obligados a ti­rarse de bruces al suelo. Por mi parte, no pudiendo resistir un tan gran esplendor, comencé a exclamar:

—¡Oh Señor, te ruego o que hagas cesar este divino espectáculo o que me hagas morir, pues me es imposible resistir la vista de una tan extraordinaria belleza!

Al terminar de decir esto y como sintiese que las fuerzas me fal­taban, me arrojé yo también al suelo gritando:

—¡Invoquemos la misericordia de Dios!
Después de unos instantes, un tanto repuesto de la emoción, me levanté y di una vuelta por el valle para ver qué había sido de nues­tros jóvenes; y con gran sorpresa y admiración por mi parte, pude comprobar que estaban todos tendidos por el suelo, inmóviles y en actitud de rezar. Para cerciorarme de si estaban vivos o muertos co­mencé a tocarles con el pie, diciéndoles:

—¡Ea! ¿Qué haces aquí? ¿Están vivos o muertos?

Y uno me dijo:

—Estoy invocando la misericordia de Dios.

Y sucesivamente fui recibiendo la misma respuesta de todos los que estaban tendidos por tierra.

Pero al llegar a cierta zona del valle, vi con gran dolor a algunos que estaban de pie, derechos, en actitud de rebeldía, con la cabeza erguida y vuelta hacia el globo, como si quisieran desafiar la majes­tad de Dios y con el rostro negro como un carbón. Me acerqué a ellos, los llamé por sus nombres, pero no daban señal alguna de vida. Estaban fríos como el hielo y como fulminados por los rayos y por los dardos que emitía el globo por su obstinación en no quererse someter e invocar con sus compañeros la misericordia divina. Lo que me causó mayor desagrado fue, como dije, comprobar que aquellos desgraciados eran bastante numerosos.

Mas he aquí que entretanto veo aparecer por el fondo del valle, como brotado del suelo, un monstruo de extraordinaria corpulencia y de una indecible deformidad. Era más horrible y deforme que cual­quier monstruo de la tierra que yo jamás hubiera visto. Aquel endria­go se venía acercando hacia nosotros a grandes pasos. Entonces hice levantar a todos los muchachos, los cuales, al ver aquella horri­ble aparición, se sintieron también llenos de pavor. Yo entonces, preocupado y anhelante, me puse a buscar por allí cerca para ver si había algún superior que me ayudase a acompañar a los muchachos al montículo más próximo y ponerlos así a salvo de las zarpas de aquella bestia feroz, si por acaso intentaba asaltarles; pero no en­contré a nadie.
Entretanto, el monstruo se acercaba cada vez más, y ya estaba a poca distancia de nosotros, cuando aquel globo que hasta entonces había permanecido inmóvil en el aire sobre nuestras cabezas, co­menzó a moverse a toda velocidad y saliendo al encuentro de aquel monstruo llegó a colocarse precisamente entre nosotros y la bestia, bajando casi hasta el suelo como para impedirle que nos hiciera al­gún daño.

En aquel instante se oyó resonar en el valle como el retumbar de un trueno, esta voz:

Nulla est conventio Christi cum Belial! No puede haber acuerdo posible entre Cristo y Belial, entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas...; esto es, entre los buenos y los malos, que son llamados en la Sagrada Escritura precisamente hijos de Belial.

Al oír aquellas palabras me desperté todo tembloroso y como pasmado de frío, y aunque sólo eran las doce de la noche, no pude conciliar el sueño ni entrar en calor en toda ella.
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Y si por una parte me sentí muy consolado al comprobar que casi la totalidad de nuestros jóvenes invocaban con humildad la misericordia de Dios y correspondían fielmente a los divinos fa­vores, por otra parte les debo decir que me causó un gran dolor el número no pequeño de los ingratos que por maldad y dureza de corazón en resistir a todas las invitaciones de la gracia, habían sido castigados por la divina justicia quedando privados de vida.

A algunos los he llamado ya ayer noche y a otros hoy mismo, a fin de que se pongan en paz con el Señor y cesen de abusar de la Misericordia Divina, de ser piedra de escándalo para sus com­pañeros, pues no puede existir alianza alguna entre los hijos de Dios y los secuaces del demonio:

—Nulla est conventio Christi cum Belial.

Este es el último aviso que se les da.

Como ven, mis queridos jóvenes, mis recomendaciones pro­ceden de un sueño como todos los demás; con todo, hemos de dar gracias al Señor, que se sirve de este medio para hacernos conocer el estado de nuestra alma y cómo prodiga generosamen­te sus luces y sus gracias a aquellos que invocan con humildad su auxilio y asistencia en las necesidades de alma y cuerpo, quia Deus superbis resistit, humilibus autem dat gratiam.

[San] Juan Don Bosco escribe Don Bertono dio otras explicaciones particulares del sueño; pero es fácil comprender las enseñanzas en él encerradas. Dios, mientras estamos in hac lacrymarum valle, de la misma manera que el día alterna con la noche, tambien en la vida espiritual permite el paso de la luz a las tinieblas, y quien soporta con fe y humildad las épocas de oscuridad y de aparente abandono, ve también tornar la luz más viva y brillante en un espléndido arco iris tendido sobre el horizonte. Y si per­manece constante en la fe y en la humildad más profunda, el pensamiento orientado hacia Dios, llega a comprender cada vez con mayor claridad la propia nulidad y la sublime majestad de Dios y la belleza inefable del premio que nos tiene preparado, sintiendo siempre la necesidad de estar continuamente postrado ante su presencia implorando su infinita misericordia.

En cambio, el que, lleno de sí, descuida la vida interior, no pensando más que en las cosas terrenas y sin preocuparse de nada, pronto muere a la gracia y cae una y otra vez entre las ga­rras del monstruo infernal, que da vueltas continuamente como un león rugiente, para arrebatar las almas a Dios. Mientras que el que habitualmente vive unido a Dios en las pruebas más gra­ves, permanece en su gracia, porque Dios lo defiende con la espada desenvainada y goza de su auxilio acá abajo asegurándose el premio en el Paraíso.

La humildad, por tanto, es el camino del cielo. Donde hay hu­mildad dice San Agustín, allí hay grandeza, porque el humilde está unido a Dios. Y la humildad no consiste en aparecer mezquino en el vestido, en el obrar, en el hablar; sino en estar postrado, con toda la mente, con todo el corazón, con toda el alma, en la presen­cia de Dios, convencidos de la propia nulidad e implorando de con­tinuo la misericordia divina.

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