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Libro de Los Sueños de Don Bosco 2


No eres tú.

Habiéndose encontrado después, casualmente, en el patio, en ocasiones distintas, con aquellos tres infelices, les advirtió de la realidad del desgraciado estado en que se encontraban. Uno de ellos era condiscípulo mío y me lo dijo a mí confidencialmen­te, manifestándome su admiración de que [San] Juan Don Bosco pudiese co­nocer aquellas cosas.

Por otra parte, yo también tuve algunas pruebas personales sobre la facilidad con que [San] Juan Don Bosco escudriñaba los corazones, pues repetidas veces me reveló el estado de mi conciencia sin que yo le hubiese preguntado nada. La misma impresión tenían algunos de mis compañeros, los cuales confesaron ingenuamen­te que, a pesar de haber callado en la confesión pecados graves, [San] Juan Don Bosco había sabido ponerles de manifiesto con toda preci­sión, el estado en que se encontraban.»

De uno de los cuatro encadenados tuvimos noticias por el teólogo Borel.

Habiendo ido dicho teólogo en 1866 a ejercer su ministerio a las cárceles, al regresar al Oratorio traía a [San] Juan Don Bosco un encargo de parte del joven Bec... di...; condenado por desertor del ejérci­to. El prisionero pedía al [Santo] "El joven instruido" y al mismo tiempo le mandaba a decir:

¿Recuerda que me dijo que en el sueño de la rueda me ha­bía visto encadenado? Ciertamente yo era uno de los cuatro; pero he de comunicarle para su consuelo, que me encuentro en la prisión, no por haber cometido un delito, sino por haber huido del cuartel por serme insoportable la rigidez de la vida militar.

[San] Juan Don Bosco fue a visitarlo llevándolo al mismo tiempo el libro que le había pedido.

Además de la prisión, el [Santo], después de aquel sueño, le pronosticó que sufriría otras vicisitudes. Al terminar sus estudios se había despedido del buen padre, diciéndole que tenía intención de entrar en una Congregación religiosa.

¡Quédate con nosotros!, le aconsejó Don Bosco, querién­dole inducir a formar parte de la familia del Oratorio—. No te alejes de mí; aquí tendrás lo que deseas.

Pero el joven estaba resuelto a marcharse.

Si es así, márchate concluyó el [Santo]—. Te harás jesuita, pero te mandarán a tu casa. Entrarás en los Capuchinos y no perseverarás. Finalmente, acuciado por el hambre y después de varias peripecias, volverás al Oratorio en demanda de un trozo de pan.

Todo esto parecía poco verosímil, pues el joven en cuestión disponía de un patrimonio de unas 60,000 liras y su familia era la más acomodada del pueblo. Mas a pesar de todo, sucedió al pie de la letra cuanto [San] Juan Don Bosco le había predicho.

Habiendo entrado primeramente en los jesuitas y después en los Capuchinos, no pudo adaptarse a las reglas siendo despedido tras un breve lapso de tiempo. Gastó el dinero de que disponía y después de algunos años apareció en el Oratorio en un estado de la más extrema miseria. Fue amablemente acogido, permaneció en él un año y se volvió a marchar, pues era muy amante de la vida bohemia. El mismo interesado contaba el cumplimiento de esta profecía en e¡ año 1901.

Entretanto, clérigos y alumnos habían comenzado a asediar a [San] Juan Don Bosco desde el cuatro de mayo, preguntándole en qué parte del campo les había visto, si entre los que cavaban o entre los se­gadores y la ocupación que desempeñaban. El buen padre satisfi­zo a todos. Al exponer el sueño hemos dado a conocer algunas de sus respuestas; no pocas de ellas, como se pudo constatar después, fueron verdaderas predicciones.

[San] Juan Don Bosco había visto a¡ clérigo Molino, ocioso, con la hoz en la mano, observando cómo trabajaban los demás; después pudo apreciar cómo se acercaba al foso que rodeaba el campo y después de saltarlo y arrojar el sombrero, le vio salir corriendo. Molino pidió a [San] Juan Don Bosco explicación de todo aquello y escuchó de sus labios esta respuesta:
cursarás, no cinco, sino seis años de teología y después dejaras la sotana.

Molino quedó estupefacto al escuchar estas palabras, que le parecieron extrañas y lejos de la realidad; pero los hechos com­probaron que [San] Juan Don Bosco tenía razón. Dicho joven cursó cuatro años de teología en el Oratorio y otros dos en Asti y después de hacer los ejercicios espirituales para la ordenación, habiendo ido a San Damián de Asti, que era su pueblo natal para pasar sola­mente un día y poner en claro cierto asunto, dejó la sotana y no volvió más.

El clérigo Vaschetti era considerado con toda razón como una de las columnas del Colegio de Giaveno. Cuando [San] Juan Don Bosco le dijo que lo había visto salir del campo y saltar el foso, le res­pondió con despecho:

¡Se ve que ha soñado!

En efecto, por entonces no pensaba abandonar a [San] Juan Don Bosco. Habiendo salido del Oratorio, pues era libre de hacerlo, y como visitase a [San] Juan Don Bosco siendo ya joven sacerdote, el siervo de Dios le recordó su respuesta brusca pero filial.

¡Me recuerdo, es cierto?—, replicó Vaschetti.

Y [San] Juan Don Bosco:

Era aquí al Oratorio adonde Dios te llamaba. Por lo demás espero que el Señor te dará sus gracias; pero tendrás que luchar.

Y en efecto, Dios ayudó a Vaschetti, el cual hizo mucho bien como párroco.

El clérigo Fagnano no quería preguntar a [San] Juan Don Bosco el lugar que ocupaba en el sueño, bien por cortedad, bien porque habien­do llegado al Oratorio hacia pocos meses del Seminario de Asti, no creía mucho en aquellas revelaciones. Acuciado, sin embargo, por los compañeros, se acercó al siervo de Dios y le preguntó qué había visto a través de aquella lente relacionado con él.

Te vi en el campo, pero tan distante que apenas si te podía reconocer. Estabas trabajando en medio de hombres desnudos.

El clérigo Fagnano no dio demasiada importancia a aquellas palabras, pero las recordó cuando en un día de María Auxiliado­ra se vio en una playa en el Estrecho de Magallanes comiendo moluscos durante dos días y con el barco a la vista que no se po­día aproximar a causa de la tempestad. Y vio a los hombres des­nudos de la Tierra del Fuego, lugar en que plantó la Cruz y levantó su misión.

A Don Ángel Savio, [San] Juan Don Bosco le aseguró que le había visto en países muy lejanos.

A las preguntas de Domingo Belmonte, contesto:

Tú darás gloria a Dios con la música.

Y seguidamente añadió una palabra que causó en el joven profunda impresión; pero después que se hubo alejado unos pa­sos se borró por completo de su memoria, y, por mucho que re­capacitó,  no volvió a  recordarla.  [San] Juan Don Bosco lo había  visto conduciendo un carro tirado por cinco mulos. El fruto de sus fa­tigas sería prodigioso. Maestro y asistente general en el Colegio de Mirabello, profesor en el de Atassio, primeramente prefecto y después director en Borgo San Martino; director y párroco en Sampierdarena, con todos estos cargos también desempeñó el de maestro de música, contribuyendo al esplendor y decoro de las funciones religiosas. Finalmente, fue prefecto general de la So­ciedad y director del Oratorio de Turín, contando siempre con el afecto y la confianza de los hermanos y de ¡os alumnos.

[San] Juan Don Bosco leemos en la Crónica— dijo también a Avanzino el oficio que desempeñaba en el sueño; después añadió:

Dios quiere que hagas eso.

Avanzino, que no manifestó a nadie el oficio o misión a que según el sueño estaba destinado, porque no quería someterse a ella, decía después confidencialmente a algunos de sus íntimos:

[San] Juan Don Bosco me descubrió cosas que yo no había dicho a na­die en el mundo.

A Go... le dijo también [San] Juan Don Bosco:

Tú serías llamado al estado eclesiástico, pero te faltan tres virtudes: humildad, caridad, castidad.

Añadió que la hoz no se la proporcionaría Don Provera.

El joven Ferrari, que decía querer abrazar el estado eclesiásti­co, no fue a preguntar el porvenir que le aguardaba según el sue­ño; por el contrario, seguía tomándolo a broma a pesar de que muchos le insistían para que se presentase al [Santo]. Al fin, se encontró en circunstancias tales que no pudo evitar el encuentro con [San] Juan Don Bosco, el cual le dijo que lo había visto en el campo de tri­go y que a despecho de aquellos que lo habían enviado a coger flo­res, comenzó a segar con entusiasmo, pero que al final volvió la vista atrás y pudo comprobar que no había hecho nada.

¿Qué quiere decir esto?—, preguntó entonces el joven.

Pues, quiere decir replicó [San] Juan Don Boscoque si no cam­bias de estilo, esto es, si sigues obrando según tu capricho, llega­rás a ser un sacerdote negligente o un religioso despreocupado.

Pero los jóvenes del Oratorio no se contentaban con las noti­cias dadas a cada uno en particular. Deseaban tener más amplias explicaciones del sueño, que se les resolviesen ciertas dificulta­des que no habían comprendido, que se les satisficiese plena­mente la curiosidad que sentían, cosas todas que les mantenía en cierto estado de nerviosismo.

Había algunos dotados de gran ingenio, inteligencia y tan listos que habrían puesto en un gran aprieto a otro que no hubiese estado tan seguro de la realidad de su relato, como el [Santo].

[San] Juan Don Bosco, por su parte, no temía caer en contradicción y en la noche del cuatro de mayo dice la Crónicahabló dando fa­cultad a cada uno de los alumnos para que preguntaran cuanto quisieran, pues él mismo deseaba aclarar algunas cosas referen­tes al sueño, que no hubieran entendido bien.
En la noche del cinco de mayo muchos manifestaron sus difi­cultades.

En primer lugar: ¿qué representa la noche?, preguntaron algunos.

[San] Juan Don Bosco respondió:

La noche representa la muerte que se acerca: Venit nox quando nemo potest operari, ha dicho Nuestro Señor.

Los jóvenes entendieron que estaban próximos los últimos días del buen padre y, después de unos minutos de penoso silencio, requirieron de él que les dijera los medios que tenían que poner en práctica para que aquella noche se alejase lo más posible.

Hay dos medios para conseguirlo replicó [San] Juan Don Bosco—. El primero sería no tener más esta clase de sueños, pues me arrui­nan extraordinariamente la salud. Y el segundo, que los empe­dernidos en el mal no obligaran en cierta manera al Señor a obrar de una forma violenta para librarlos del pecado.

Y los higos y las uvas, ¿qué simbolizan?

Las uvas y los higos, que en parte estaban maduros y en parte no, quiere decir que algunos hechos que precedieron a la noche se cumplieron ya y que otros se cumplirán. A su tiempo les diré cuáles son los hechos ya cumplidos. Los higos indican grandes acontecimientos que tendrán lugar muy pronto en el Oratorio. A este respecto tendría muchas cosas que decirles, pero no es conveniente que se las comunique por ahora, lo haré más adelante. Les puedo añadir que los higos, como símbolo de los jóvenes, pueden significar también dos cosas: o maduros por haberse ofrecido a Dios en el sagrado ministerio, o maduros para ofrecerse a Dios en la eternidad.

Séanos permitido comenta Don Lemoyneexponer una idea nuestra personal, a saber, que entre los higos ciertamente habría algunos amargos al paladar, por eso [San] Juan Don Bosco no los quiso escoger aunque se excusase de hacerlo aduciendo un pre­texto diferente.

Que el Valle de Valcappone representase el Oratorio nos pa­rece muy lógico, pues en él tuvo origen, o al menos en la región en que está enclavado, la Obra de [San] Juan Don Bosco. Lo mismo repre­sentan el carro del hermano José que fue siempre un generoso bienhechor del siervo de Dios y la rueda con la lente a través de la cual el siervo de Dios vio todo lo anteriormente descrito.
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Los alumnos continuaron haciendo sus preguntas.
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Prosigue Don Ruffino:

¿Y los que tenían los monos sobre las espaldas, qué quiere decir?

Representa respondió [San] Juan Don Boscoel demonio de la deshonestidad. Este demonio, cuando quiere arrojarse encima de alguno, no se presenta por delante, sino por la espalda, esto es, oculta la fealdad del pecado, no la deja ver, lo hace aparecer como cosa de nada. Estos monos gigantescos aprietan el cuello de sus víctimas, ahogando la palabra cuando los tales desgracia­dos quisieran confesarse. Aquellos infelices tenían ¡os ojos desorbitados para indicar que, quien es victima de este pecado, no puede ver las cosas del cielo. Mis queridos jóvenes: No olviden aquellas tres palabras: Labor, sudor, fervor, y podrán alcanzar la más completa victoria sobre todos los demonios que les vengan a tentar contra la virtud de la modestia.

¡Y qué medios hay para quitar el candado de la boca?

[San] Juan Don Bosco respondió las misma palabras que le había dicho aquel amigo misterioso: Auferatur superbia de cordibus eorum.

Le hicieron otras preguntas respecto el trabajo que cada uno realizaba, pidiéndole las correspondientes explicaciones:

¿Qué más nos puede decir sobre el campo de trigo?

Los que en el trabajan son ¡os llamados al estado eclesiásti­co; de forma que sé quién se hará sacerdote y quién no. Mas no piensen que los que estaban cavando eran los excluidos absoluta­mente del ministerio. ¡Oh, no! Vi a algunos artesanos segar el trigo con los demás. A los tales los reconocí y los dedicaré a es­tudiar. Algún otro iba a coger la hoz, pero el que las distribuía no se la quiso dar, porque le faltaba alguna virtud. Si la adquie­re, el Señor le llamará si no se hace indigno de la vocación. Pero, tanto los que cavaban como los que segaban, cumplían la voluntad de Dios y estaban en el camino de la salvación.

¿Qué significaban los bocados de comida y las flores?

Había quienes iban al campo y deseaban segar, pero Prove­ra no les quería proporcionar la herramienta, porque no estaban aún capacitados para trabajar y, en cambio, les decía:

A ti te falta una flor. O bien: te faltan dos flores. Debes to­mar todavía un par de bocados.

Estas flores simbolizaban, bien la virtud de la caridad, bien la virtud de la humildad, bien la pureza. Los bocados de alimento significan el estudio y la piedad. Al oír esto, los jóvenes iban a coger las flores indicadas o a comer los bocados que les habían dicho y después volvían en busca de la hoz.

También le preguntaron sobre las escenas que había visto cada vez que daba diez vueltas a la rueda, relacionadas con el desarrollo de la Pía Sociedad.

[San] Juan Don Bosco respondió:

Un largo intervalo de tiempo separaba a cada diez vueltas de la rueda, para que yo pudiera examinar tranquilamente todos los detalles de las escenas que se ofrecían a mi vista. Desde el principio, después de las primeras vueltas, contemplé a la Con­gregación ya formada y bien ordenada y a un buen número de hermanos y de jóvenes ocupando las distintas casas. Al sucederse las vueltas, apreciaba vez por vez un nuevo espectáculo. Ya no veía a muchos de los que había contemplado anteriormente; después aparecían otros individuos para mi completamente des­conocidos, y los que una vez viera jóvenes, los veía más tarde viejos y decrépitos. El número de los muchachos crecía cada vez de una manera más rápida y desorbitada.

Los alumnos le recordaron también que el personaje del sue­ño le había dicho:

Verás cosas que te servirán de consuelo y otras que te lle­narán de angustia. Por eso le preguntaron si a cada diez vueltas había visto a sus hijos en la misma condición, en el mismo oficio, siguiendo una misma línea de conducta o si habían cambiado a peor en las escenas sucesivas. [San] Juan Don Bosco no quiso decirlo; con todo, exclamó:

Causa pena y llena el alma de desolación el ver las muchas vicisitudes a que uno ha de someterse en el curso de la vida. Les aseguro que si en mi juventud hubiera previsto las peripecias que habría tenido que soportar desde hace algunos años a esta parte, me habría dejado ganar por la desanimación.

Los alumnos se mostraban también maravillados por el nú­mero de casas y colegios que el [Santo] aseguró tendría en el futuro, ya que al presente sólo contaba con el Oratorio de Valdocco. Pero el buen padre repetía:

—¡Ya verán, ya verán!

[San] Juan Don Bosco hablaba de esta forma tan familiar a toda la co­munidad, pero se reservó algunas cosas para decirlas solamente a sus clérigos. En efecto, les manifestó que entre los que estaban trabajando en el campo de trigo, había visto a dos que llegarían a ser obispos. Esta noticia cundió por el Oratorio en un abrir y cerrar de ojos. Los alumnos comenzaron a hacer cabalas, inten­tando adivinar los nombres de los candidatos. [San] Juan Don Bosco no ha­bía querido ser más explícito, mientras ¡os muchachos pasaban revista a los nombres de todos los clérigos. Al fin se pusieron de acuerdo en que el primer obispo sería el clérigo Juan Cagliero, y manifestaron sus sospechas de que el segundo fuese Pablo Albera. Estas voces corrieron por la casa durante mucho tiempo. Hasta aquí Don Ruffino.

Nosotros podemos añadir que nadie pensó en el estudiante Santiago Costamagna, ni sospechó lo más mínimo que a él le re­servaba el Señor una mitra.

[San] Juan Don Bosco, entretanto continúa la Crónicadijo que pon­dría a estudiar a algunas artesanos que había visto segando o re­cogiendo espigas en el campo, y, en efecto, desde el día que contó el sueño el joven artesano Craverio comenzó a estudiar. Otro artesano, a la sazón encuadernador, pasó también a la sec­ción de los estudiantes.

El [Santo] no dio a conocer su nombre.

El cuarto fue un alumno que había entrado en el Oratorio como artesano y que estaba aprendiendo el oficio de sastre; a este lo vio [San] Juan Don Bosco en el sueño arrancando la hierba nociva. El mismo joven manifestó confidencialmente al clérigo Ruffi­no que su conducta pasada había dejado algo que desear, pero que en poco tiempo demostró tal espíritu de piedad que fue propuesto como modelo y se le vio practicar actos de virtud di­fíciles de olvidar, sobresaliendo especialmente por su profun­da humildad. Estando en los estudiantes sucedió por dos veces que habiendo otro joven que llevaba el mismo nombre, en la nota semanal del estudio, por error del encargado, recibió un bene y un fere  optime. Cuando se dan estas casos de equivocación, sucede casi siempre que los jóvenes, incluso los mejores, suelen reclamar contra la injusticia involuntaria, y si no se lamentan, al menos procuran hacer reconocer su inocen­cia y la rectificación de la nota.

Pero nuestro jovencito, sin inmutarse por nada, a los que le manifestaban su extrañeza, pues el error había sido manifiesto, induciéndole, por tanto, a reclamar, les decía simplemente:

¡Me lo mereceré!

Y nada hizo para que se rectificase aquella nota; estando dis­puesto a someterse a la privación del premio prometido a quienes a largo del año hubiesen sacado óptime todas las semanas.

Como complemento de cuanto nos brindan las Memorias Biográficas y ¡as Crónicas particulares sobre el sueño que acaba­mos de exponer, ofrecemos a continuación algunos datos biográ­ficos sobre los personajes más importantes que intervienen en él.

El profesor Oreglia, de San Esteban, profesó en la Sociedad Salesiana el 14 de mayo de 1862. Habiendo hecho los Ejercicios Espirituales según el método Ignaciano en 1860, abrazó el esta­do religioso, permaneciendo con [San] Juan Don Bosco hasta 1869, en que entró en la Compañía de Jesús.

Don Francisco Provera, natural de Mirabello, entró en el Orato­rio el 14 de octubre de 1858. [San] Juan Don Bosco, al recibirle entre sus jóve­nes, exclamó: "El Señor nos ha mandado otro [Santo] Domingo Savio".

El año que tuvo lugar el sueño de la rueda era simple clérigo, ocupando el cargo de Consejero del Capítulo Superior dos años antes de su muerte, ocurrida el 13 de abril de 1874.

Figura destacada en el campo literario fue el clérigo Juan Francesia. Emitió su primera profesión el 14 de mayo de 1862. Al erigirse las tres primeras inspectorías de ¡a Congregación, Don Francesia se encargó de ¡a Piamontesa, permaneciendo en el cargo de Inspector durante veinticuatro años.

El 29 de octubre de 1865 fue nombrado Director Espiritual de la Congregación. Murió el 17 de enero de 1930, a la edad de noventa y un años. Asistió, en 1929, a la Beatificación de [San] Juan Don Bosco. Y en esa ocasión varios Antiguos Alumnos, colombianos y argentinos especialmente, le presentaron varios retratos del Beato, rogándole les dijera cuál era el más parecido. El se deci­dió por el de Rollini. Y, entretanto, se cumplía al pie de la letra el pronóstico de cómo lo había visto en el Sueño. El Cardenal Cagliero había muerto poco antes.

Don Francisco Cerrutti entró en el Oratoria de Valdocco el 11  de noviembre de 1856 hizo los votos perpetuos en manos de [Beato] Miguel Don Rúa el 11 de enero de 1886. Fue Prefecto General de la Congregación desde el 7 de noviembre de 1886. Murió en Alasio el 25 de marzo de 1917, a los setenta y tres años de edad. Estuvo dotado de extraordinaria cultura y esclarecido ingenio.

Don José Bongiovani ingresó en el Oratorio en 1854; fue contemporáneo de [Santo] Domingo Savio, con el que trabó estrecha amistad. Fue, además, uno de los primeros en dar su nombre a la Compañía de la Inmaculada, siendo fundador de la del Santí­simo Sacramento y del Clero Infantil. Ordenado sacerdote, mu­rió a la temprana edad de treinta y tres años.
Don Domingo Belmonte nació en Genola el siete de septiem­bre de 1843, ingresando en el Oratorio a ¡os diecisiete años de edad. Hizo la profesión perpetua el 29 de octubre de 1871. Al celebrarse el IV Capítulo General de la Congregación Salesiana sucedió a [Beato] Miguel Don Rúa en el cargo de Prefecto General el 1º de octu­bre de 1871. Murió el 18 de febrero de 1901.

Don Pablo Albera fue recibido por el mismo [San] Juan Don Bosco en el Oratorio, a la edad de trece años. Sucedió a Don Francesia en el cargo de Director Espiritual de la Congregación en 1869. En el año 1892 es elegido Catequista General, visitando las Casas de América desde el 1900 al 1903. En 1910 es nombrado segundo sucesor de [San] Juan Don Bosco, visitando las Casas de Europa de 1911 a 1915.

Ocupando el cargo de Rector Mayor, fue elevado a la Púrpu­ra Cardenalicia Mons. Cagliero.

LAS DOS CASAS

SUEÑO 31 .AÑO DE 1861.

(M. B. Tomo VI, pág. 947)

En él mes de mayo de 1861 se hizo una vez más palpable la protección de María Auxiliadora sobre el Oratorio.

Carlos Buzzetti estaba ultimando las últimas construcciones que le habían sido confiadas y llevaba los trabajos con tal rapidez que, en el mes de noviembre, las obras estaban terminadas. Con todo, había que dar los últimos retoques al subterránea que serviría de cantina; estando en estos trabajos, uno de los arcos cedió. Era pleno día y los albañiles estaban quitando la armadura del mismo. Uno de los obreros quedó suspendido en el aire por un travesaño, pero deslizándose sobre el mismo pudo llegar al vano de una venta­na. Otro quedó sostenido por un trozo de arco que no llegó a des­prenderse. Un tercero estuvo a punto de ser alcanzado por una viga, pero esta, al caer, quedó apoyada en el muro a poca distancia del afortunado. El cuarto quedó sepultado bajo un montón de escom­bros. Al oír el ruido producido por el derrumbamiento acudió personal de todas partes de la casa. Se temía que uno de los albañiles estuviese malherido o muerto bajo el peso de los ladrillos. Con gran inquietud se comenzó el desescombro. ¡Gracia singular de María! El obrero fue extraído sin herida grave alguna. Las pocas contusione sufridas desaparecieron pronto y su salud no sufrió quebranto alguno.

Según cuenta Anfossi, también [San] Juan Don Bosco al oír lo ocurrido acudió inmediatamente, pero al encontrarse con Buzzetti; que venía a comunicarle que no había sucedido desgracia alguna, sonriendo, según su costumbre, dijo:

—El demonio ha querido meter el rabo una vez más, pero ¡adelante!, nada hay que temer.

Algunas noches después de este incidente, [San] Juan Don Bosco tuvo un sueño que le recordó otro habido en 1856 cuando se derrum­bó parte del edificio en construcción.
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Le pareció encontrarse en su habitación preocupado por aquella catástrofe, cuando vio entrar al Canónigo Gastaldi, que le dijo:

—No se aflija porque se le haya caído la casa.

[San] Juan Don Bosco lo miró fijamente, extrañado de aquellas palabras, y el canónigo, después de mirarle a él, continuó:

—No se aflija porque se le haya caído la casa; surgirán dos: una para los sanos y otra para los enfermos.
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El [Santo] recordó siempre este sueño y esta promesa, persuadido de que con el tiempo se levantaría cerca del Oratorio una Casa hospital, grande o pequeña, no importa, provista de todo lo ne­cesario para atender a los salesianos y a ¡os alumnos enfermos.

Carlos Buzzetti comenzó a frecuentar el Oratorio en 1842, era en­tonces peón de albañil y con el tiempo llegaría a ser maestro de obras.

Era natural de Caronno Ghiringhello y en ese mismo tiempo llevó a su hermano José a Turín para que aprendiese también el oficio de albañil; pero el muchacho se aficionó tanto con [San] Juan Don Bosco y a su Oratorio que, a veces, prefería quedarse con el [Santo] en vez de ir a pasar los primeros días del invierno con su familia, como hacían sus hermanos y sus amigos.

El Canónigo Gastaldi nació en Turín e¡ mismo año que [San] Juan Don Bosco. Habiendo sido elevado a la Sede Arzobispal de San Máxi­mo a propuesta del [Santo], este nombramiento fue causa de una de las más dolorosas pruebas con que la Providencia qui­so acrisolar la virtud de [San] Juan Don Bosco.

Murió el 25 de marzo de 1883.
LOS DOS PINOS

SUEÑO 32.AÑO DE 1861.

(M. B. Tomo VI, págs. 954-955)

Don Ruffino nos dejó consignado en su Crónica personal, en­tre otros, el siguiente sueño:

Por aquellos días escribe[San] Juan Don Bosco nos habló así:
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Parecióme encontrarme en Castelnuovo, en medio de unos pra­dos, en compañía de algunos jóvenes esperando algo con qué obse­quiar a [Beato] Pío Pp. IX en su fiesta onomástica, cuando he aquí que vemos venir por el aire de la parte de Buttigliera un gran pino de un grosor imponente y de una altura extraordinaria.

El pino se acercaba a nosotros en posición horizontal, después se enderezó, adoptando la vertical, osciló y pareció que iba a caer encima de los que lo contemplábamos. Asustados, quisimos huir e hicimos la señal de la cruz, cuando he aquí que soplo un viento impetuoso que transformó a aquel árbol en un temporal de relámpagos, truenos, rayos y granizo.

Poco después vimos otro pino menos grueso que el anterior, avanzando en la misma dirección, y que se colocaba encima de no­sotros; después, siempre en posición horizontal, comenzó a de­scender. Nosotros huimos temiendo ser aplastados, mientras tanto hacíamos la señal de la cruz. El pino descendió casi a ras del suelo, permaneciendo suspendido en el aire; sólo sus ramas tocaban la tie­rra. Mientras estábamos observándolo, he aquí que sopló un vientecillio que lo transformó en lluvia. No comprendiendo el significado de aquel fenómeno, nos preguntábamos unos a otros:

—¿Qué quiere decir esto?

Y he aquí que uno, a quien no conocía, dijo:

Haec est pluvia quam dabit Deus tempore suo.

Después, otro desconocido, añadió:

Hic est pinus ad ornandum locum habitationis meae.

Y me citó el lugar de la Sagrada Escritura en el que se lee este versículo, pero no lo recuerdo.
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Yo creo que el primer pino era símbolo de las persecuciones, de las tempestades que caen sobre aquellos que permanecen fieles a la Iglesia.

El segundo representa a la misma Iglesia, que será como llu­via fecunda y benéfica para aquellos que le sean fieles.

El siervo de Dios no añadió más explicación continúa Don Lemoyney nosotros no vamos a discutir si el sueño admite o no otro sentido, limitándonos a hacer una comparación.

El pino de tamaño colosal y de un diámetro excepcional que se levanta erguido en medio de la tierra ¿no se asemeja al árbol que vio Nabucodonosor y que describe el profeta San Daniel, cuya altura llegaba al cielo, tan rico en ramas verdes y frondosas que desde lejos parecía una floresta? ¿No es símbolo de un poderío extraordinario, de una actitud de desafío y de rebelión contra Dios y de una amenaza de exterminio dirigida a sus siervos? Pero desaparece de la tierra herido por la ira del Señor: Un viento ar­diente e impetuoso seca sus ramas, lo envuelve en la tempestad y lo consume con el fuego.

El pino segundo, que también era alto y esbelto, pero no en tanto grado como el anterior, representaba tal vez, no tanto a la Iglesia en general cuanto a una porción elegida de la misma, como sería una congregación religiosa, por ejemplo, la Sociedad de San Francisco de Sales. Esto parece indicar el lugar que sirvió de esce­nario a este espectáculo. La posición horizontal de este árbol en contraposición con la vertical del primero, es símbolo de la humil­dad, virtud fundamental. El versículo a que alude [San] Juan Don Bosco es el 13 del capítulo LX de San Isaías: Gloria Libani ad te veniet, abies et buxus et pinus simul, ad ornandum locum sanctificationis meae; et lo­cum pedum meorum glorificabo.

EL PAÑUELO DE LA VIRGEN

SUEÑO 33.AÑO DE 1861.

(M. B. Tomo VI, págs. 972-975)

En la noche del 18 de junio, [San] Juan Don Bosco contó a los jóvenes la siguiente historia o sueño, como lo definió en otra ocasión. Su forma de narrar era siempre tal que bien pudo decir el clérigo Ruffino al recordarla lo que Baruch de las visiones de San Jeremías: «Pronunciaba con la boca estas palabras como si las estuviese le­yendo y yo las escribía en el libro con la tinta» (Baruch XXXVI).

[San] Juan Don Bosco, pues, habló así:

«Era la noche del 14 al 15 de junio. Después que me hube acosta­do, apenas había comenzado a dormirme, siento un gran golpe en la cabecera, algo así como si alguien diese en ella con un bastón. Me incorporé rápidamente y me acordé de seguida del rayo; miré hacia una y otra parte y nada vi. Por eso, persuadido de que había sido una ilusión y de que nada había de real en todo aquello, volví a acostarme.

Pero apenas había comenzado a conciliar el sueño cuando, he aquí que el ruido de un segundo golpe hiere mis oídos despertándo­me de nuevo. Me incorporo otra vez, bajo del lecho, busco, observo debajo de la cama y de la mesa de trabajo, escudriño los rincones de la habitación; pero nada vi.

Entonces, me puse en las manos del Señor, tomé agua bendita y me volví a acostar. Fue entonces cuando mi imaginación, yendo de una parte a otra, vio lo que ahora os voy a contar.

Me pareció encontrarme en el pulpito de nuestra iglesia dispues­to a comenzar una plática. Los jóvenes estaban todos sentados en sus sitios con la mirada fija en mí, esperando con toda atención que yo les hablase. Mas yo no sabía de qué tema tratar o cómo comen­zar el sermón. Por más esfuerzos de memoria que hacía, esta per­manecía en un estado de completa pasividad. Así estuve por espacio de un poco de tiempo, confundido y angustiado, no habiéndome ocurrido cosa semejante en tantos años de predicación. Mas, he aquí que poco después veo la iglesia convertida en un gran valle. Yo buscaba con la vista los muros de la misma y no los veía como tampoco a ningún joven. Yo estaba fuera de mí por la admiración, sin saberme explicar aquel cambio de escena.

—Pero ¿qué significa todo esto?, —me dije a mí mismo—. Hace un momento estaba en el pulpito y ahora me encuentro en este va­lle. ¿Es que sueño? ¿Qué hago?

Entonces me decidí a caminar por aquel valle. Mientras lo reco­rría busqué a alguien a quien manifestarle mi extrañeza y pedirle al mismo tiempo alguna explicación. Pronto vi ante mí un hermoso palacio con grandes balcones y amplias terrazas o como se quieran llamar, que formaban un conjunto admirable. Delante del palacio se extendía una plaza. En un ángulo de ella, a la derecha, descubrí un gran número de jóvenes agrupados, los cuales rodeaban a una Se­ñora que estaba entregando un pañuelo a cada uno de ellos.

Aquellos jóvenes, después de recibir el pañuelo subían y se dispo­nían en fila uno detrás de otro en la terraza que estaba cercada por una balaustrada.

Yo también me acerqué a la Señora y pude oír que en el mo­mento de entregar los pañuelos, decía a todos y a cada uno de los jóvenes estas palabras:

—No lo abran cuando sople el viento, y si este los sorprende mientras lo están extendiendo, vuélvanse inmediatamente hacia la derecha, nunca a la izquierda.

Yo observaba a todos aquellos jóvenes, pero por el momento no conocí a ninguno. Terminada la distribución de los pañuelos, cuan­do todos los muchachos estuvieron en la terraza, formaron unos de­trás de otros una larga fila, permaneciendo derechos sin decir una palabra. Yo continué observando y vi a un joven que comenzaba a sacar su pañuelo extendiéndolo; después comprobé cómo también los demás jóvenes iban sacando poco a poco los suyos y los desdo­blaban, hasta que todos tuvieron el pañuelo extendido. Eran los pa­ñuelos muy anchos, bordados en oro con unas labores de elevadísimo precio y se leían en ellos estas palabras, también borda­das en oro: Regina virtutum.
Cuando he aquí que del septentrión, esto es, de la izquierda, co­menzó a soplar suavemente un poco de aire, que fue arreciando cada vez más hasta convertirse en un viento impetuoso. Apenas comenzó a soplar este viento, vi que algunos jóvenes doblaban el pañuelo y lo guardaban; otros se volvían del lado derecho. Pero una parte permaneció impasible con el pañuelo desplegado. Cuando el viento se hizo más impetuoso comenzó a aparecer y a extenderse una nube que pronto cubrió todo el cielo. Seguidamente se desencadenó un furioso temporal, oyéndose el fragoroso rodar del trueno; después comenzó a caer granizo, a llover y finalmente a nevar.

Entretanto, muchos jóvenes permanecían con el pañuelo exten­dido, y el granizo, cayendo sobre él, lo agujereaba traspasándolo de parte a parte; el mismo efecto producía la lluvia, cuyas gotas parecía que tuviesen punta; el mismo daño causaban los copos de nieve. En un momento todos aquellos pañuelos quedaron estropeados y acri­billados perdiendo toda su hermosura.

Este hecho despertó en mí tal estupor que no sabía qué explica­ción dar a lo que había visto. Lo peor fue que habiéndome acercado a aquellos jóvenes a los cuales no había conocido antes, ahora, al mirar­los con mayor atención, los reconocí a todos distintamente. Eran mis jóvenes del Oratorio. Aproximándome aún más, les pregunté:
—¿Qué haces tú aquí? ¿Eres tú fulano?

—Sí, aquí estoy. Mire, también está fulano, y el otro y el otro.

Fui entonces adonde estaba la Señora que distribuía los pañue­los; cerca de Ella había algunos hombres a los cuales dije:

—¿Qué significa todo esto?

La Señora, volviéndose a mí, me contestó:

—¿No leíste lo que estaba escrito en aquellos pañuelos?

—Sí: Regina virtutem.

—¿No sabes por qué?

—Sí que lo sé.

—Pues bien, aquéllos jóvenes expusieron la virtud de la pureza al viento de las tentaciones. Los primeros, apenas se dieron cuenta del peligro huyeron, son los que guardaron el pañuelo; otros, sor­prendidos y no habiendo tenido tiempo de guardarlo, se volvieron a la derecha; son los que en el peligro recurren al Señor volviendo la espalda al enemigo. Otros, permanecieron con el pañuelo extendi­do ante el ímpetu de la tentación que les hizo caer en el pecado.

Ante semejante espectáculo me sentí profundamente abatido y estaba para dejarme llevar de la desesperación al comprobar cuan pocos eran los que habían conservado la bella virtud, cuando pro­rrumpí en un doloroso llanto.       Después de haberme serenado un tanto, proseguí:

—Pero ¿cómo es que los pañuelos fueron agujereados no sólo por la tempestad, sino también por la lluvia y por la nieve? ¿Las go­tas de agua y los copos de nieve no indican acaso los pecados pe­queños, o sea, las faltas veniales?

—Pero ¿no sabes que en esto non datur parvitas materiae?  Con todo, no te aflijas tanto, ven a ver.

Uno de aquellos hombres avanzó entonces hacia el balcón, hizo una señal con la mano a los jóvenes y gritó:

—¡A la derecha!

Casi todos los muchachos se volvieron a la derecha, pero algu­nos no se movieron de su sitio y su pañuelo terminó por quedar completamente destrozado. Entonces vi el pañuelo de los que se ha­bían vuelto hacia la derecha disminuir de tamaño, con zurcidos y re­miendos, pero sin agujero alguno. Con todo, estaban en tan deplorable estado que daba compasión el verlos; habían perdido su forma regular. Unos medían tres palmos, otros dos, otros uno.

La Señora añadió:

—Estos son los que tuvieron la desgracia de perder la bella vir­tud, pero remedian sus caídas con la confesión. Los que no se movieron son los que continúan en pecado y, tal vez, tal vez, caminan irremediablemente a su perdición.

Al fin, dijo: Nemini dicito, sed tantum ádmone.
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La desgracia a que alude [San] Juan Don Bosco en el sueño es el rayo que cayó en el dormitorio de San Luis del Oratorio, en el que descansaban unos sesenta jóvenes artesanos, en ¡a noche del 15 de mayo de 1851.

LAS DISTRACCIONES DE LA IGLESIA

SUEÑO 34.AÑO DE 1861.

(M. B. Tomo VI, págs. 1060-1061)

En la noche del 24 de noviembre de 1861, según refiere Don Ruffino. [San] Juan Don Bosco contó un sueño o apólogo, comenzando así:
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Los sueños se tienen durmiendo; por tanto, yo estaba durmien­do. Mi imaginación me llevó a la iglesia donde estaban reunidos to­dos los jóvenes. Comenzó la Misa y he aquí que vi a muchos criados vestidos de rojo y con cuernos, esto es, a numerosos diablillos que daban vueltas entre los jóvenes como ofreciéndoles sus servicios.

A unos le presentaban el trompo; delante de otros la hacían bailar; a éste le ofrecían un libro, a aquél castañas asadas. A quién, un plato de ensalada o un baúl abierto en el que había guardado un trozo de mortadela; a algunos le sugerían el recuerdo del pueblo natal, a otros les susurraban al oído las incidencias del último parti­do de juego, etcétera, etcétera.

Algunos eran invitados con los hechos a tocar el piano, los cua­les accedían a la invitación; a otros le llevaban el compás de la músi­ca; en suma, cada joven tenía su propio sirviente que le invitaba a realizar actos ajenos a la iglesia. Algunos diablillos estaban también encaramados sobre las espaldas de ciertos jóvenes y se entretenían en acariciarles y lisarles los cabellos con las manos.

Llegó el momento de la Consagración. Al toque de la campani­lla todos los jóvenes se arrodillaron desapareciendo los diablillos, a excepción de los que estaban sóbre los hombros de sus víctimas. Unos y otros volvieron la cara hacia la puerta de la iglesia sin hacer acto alguno externo de adoración.

Terminada la Elevación, he aquí que se vuelve a repetir la esce­na anterior, reanudándose los pasatiempos y volviendo a desempe­ñar cada criado su papel.
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Si quieren que les dé una explicación de este sueño, hela aquí: creo que en él están representadas las diversas distraccio­nes a las que, por sugestión del demonio está expuesto cada jo­ven en la iglesia. Los que no desaparecieron en el momento de ¡a Elevación, simboliza a los jóvenes víctimas del pecado. Estos no necesitan que el demonio les presente motivos de distracción, porque ya le pertenecen; por eso, el enemigo les acaricia, lo que quiere decir que sus víctimas son incapaces de hacer oración.

LOS JUGADORES

SUEÑO 35.AÑO DE 1862.

(M. B. Tomo Vil, págs. 50-51)

En el Oratorio estaba ordenado que el dinero enviado por los padres de los alumnos fuese entregado al Prefecto, el cual lo admi­nistraría prudentemente según las necesidades y deseos de sus due­ños respectivos. Medida muy razonable para evitar numerosos desórdenes.

He aquí lo que leemos en la Crónica de Don Bonetti: El día 31 de enero, paseaba [San] Juan Don Bosco después del almuerzo bajo los pórticos, con algunos jóvenes, cuando de repente se detuvo y lla­mando al Diácono Juan Cagliero le dijo en voz baja:

Oigo sonido de dinero y no sé dónde se está jugando. Ve y busca a estos tres jóvenes —y les dijo sus nombres— y los encon­trarás jugando.

Inmediatamente comencé a hacer lo que me había sido in­dicado --- prosigue el mismo Cagliero—, buscando por una parte y otra, sin lograr localizar a los muchachos que [San] Juan Don Bosco me ha­bía indicado; cuando he aquí que veo ante mí a uno de los tres.

¿De dónde vienes? ¿Dónde te habías escondido, pues hace mucho tiempo que te estoy buscando sin poderte encontrar?

Estaba en tal y en tal lugar.

¿Y qué hacías allí?

Jugaba a los dados. * —¿Con quién?

—Con N y con R.

Estabas jugando dinero, ¿verdad?

El joven dijo alguna palabra de excusa sin negar que, en efec­to, había estado jugando dinero.

Entonces me dirigí al lugar que me había indicado, que era muy escondido, pero no encontré a los otros dos.
Continué buscando y llegué a saber con toda exactitud que los tales, diez minutos antes, habían estado jugándose acalorada­mente una buena cantidad.

Seguidamente fui a comunicar a [San] Juan Don Bosco el resultado de mi gestión.
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El [Santo] contó que la noche precedente había visto durante el sueño a aquellos tres jóvenes jugando apasionadamente el dinero.

PREDICCIÓN DE UNA MUERTE

SUEÑO 36.AÑO DE 1862.

(M. B. Tomo Vil, págs. 123-125)

Escribe Don Bonetti:

«El 21 de marzo por la noche, [San] Juan Don Bosco subió a su pequeña tribuna para dar las buenas noches a los jóvenes. Después de ha­cer una breve pausa, como para tomar aliento, comenzó:
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Tengo que contarles un sueño. Figúrense la hora del recreo en el Oratorio en la que se oyen animadísimos gritos de júbilo por to­das partes. Me parecía estar apoyado en la ventana de mi habita­ción observando a mis jóvenes, que iban y venían por el patio y se divertían alegremente jugando, corriendo y saltando.

Cuando de pronto oí un gran estrépito a la entrada de la porte­ría y dirigiendo allá la mirada vi entrar en el patio a un personaje, de elevada estatura, de frente espaciosa, con los ojos extrañamente hundi­dos, larga barba y unos cabellos también blancos y ralos que desde la cabeza calva le caían sobre los hombros. Apareció envuelto además en un lienzo fúnebre que apretaba contra el cuerpo con la mano izquierda, mientras que en la derecha llevaba una antorcha de una llama de un color azul oscuro. Este personaje caminaba lentamente, con gravedad. A veces se detenía y con la cabeza y el cuerpo inclinado miraba a su al­rededor como si buscase algo que se le hubiese perdido.

En esta actitud recorrió el patio dando algunas vueltas y pasando por entre los jóvenes que continuaban su recreo.
Yo me encontraba estupefacto, pues no sabía quién fuese, por lo que no le quitaba la vista de encima.

Al llegar al sitio por donde ahora se entra en el taller de carpin­tería, se detuvo delante de un joven que estaba para lanzarse contra otro del bando contrario de la partida de marro y extendiendo su largo brazo acercó la tea a la cara del muchacho.

—Este es— dijo, e inclinó y levantó dos o tres veces la cabeza.

Sin más, lo detuvo en aquel ángulo y le presentó un papelito que sacó de entre los pliegues del manto.

El joven tomó el billetito, lo desdobló y comenzó a leer mientras cambiaba de color, quedándose completamente pálido y preguntan­do seguidamente:

—¿Cuándo? ¿Pronto o tarde?

Y el viejo, con voz sepulcral, le replicó:

—Ven. Ya ha sonado la hora para ti.
—¿Puedo al menos continuar el juego?

—Aun durante el juego puedes ser sorprendido.

Con esto aludía a una muerte repentina.

Tal joven temblaba, quería hablar, excusarse, pero no podía.

Entonces el espectro, dejando caer una punta de su manto, se­ñaló con la mano izquierda el pórtico.

—¿Ves allí? —dijo al joven—. Aquel ataúd es para ti. Pronto, ven.

Se veía la caja mortuoria colocada en el centro del portal que da entrada a la huerta.

—No estoy preparado; soy aún demasiado joven— gritaba el muchacho.

Pero el otro, sin proferir una palabra más, salió de prisa del Oratorio, de forma más precipitada de la que había entrado.

Cuando se ausentó el espectro y mientras pensaba yo quién pu­diera ser, me desperté».
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«De lo que les acabo de decir pueden deducir que uno de voso­tros debe prepararse, porque el Señor le llamará muy pronto a la eternidad.

Yo, que contemplé aquella escena, sé quién es, pues lo vi cuando el espectro le presentó el papelito; está aquí presente, es­cuchándome, pero no diré su nombre a nadie hasta que haya muerto.

Con todo, haré cuanto esté de mi parte para prepararlo a bien morir. Ahora que cada uno reflexione, pues a lo mejor mientras se va repitiendo: tal vez sea fulano, le podría tocara quien esto dice.

Yo les he dicho ya las cosas tales y como son, pues de no haber­lo hecho, el Señor podría pedirme cuenta el día de mañana diciéndome:

¡Perro! ¿Por qué no ladraste a su tiempo? Que cada uno piense en ponerse bien con Dios especialmente en estos tres días que restan para la Novena de la Anunciata.

Hagamos con este fin oraciones especiales y que cada uno, en éste tiempo, rece al menos una Salve a María Santísima, por el que tiene que morir. Así al partir de esta vida se encontrará con algunos centenares de Salves que le serán de gran provecho».

Al bajar de su tribuna, algunos jóvenes le preguntaron privada­mente más detalles sobre el sueño que acababa de referir, rogándo­le que, ya que no quería decir el nombre del que había de morir, al menos indicase si la muerte anunciada sería pronto o tarde. El sier­vo de Dios contestó que tal vez no pasarían dos solemnidades que comenzasen con P sin que aquel vaticinio se cumpliese.

Podría suceder dijoque no pasasen ni siquiera una y que el tal muriese dentro de dos o tres semanas.

Este relato hizo estremecer a todos, pues cada uno temía ser el jovencito indicado en el sueño.

Como en otras ocasiones, la narración de [San] Juan Don Bosco causó un gran bien y como cada uno pensaba en sus asuntos, desde el día siguiente las confesiones comenzaron a ser más numerosas que de costumbre; muchos jóvenes durante varios días asedia­ron a [San] Juan Don Bosco preguntándole por cuenta propia, si eran ellos los que debían morir en breve.

Insistentes fueron ¡as preguntas, pero el buen padre cambia­ba de conversación y nada decía sobre el particular.
Dos ideas quedaron fijas en la mente de todos, a saber: que la muerte sería repentina; que la predicción se verificaría antes de que se celebraran dos solemnidades que comenzaran por P, esto es: Pascua y Pentecostés. La primera caía aquel año el 20 de abril.

La expectación en el Oratorio era enorme cuando el 16 de abril continúa la Crónica de Don Bonettimoría en su casa el joven Luis Fornasio.

Hay algunas cosas que notar a este respecto.

Cuando [San] Juan Don Bosco dijo que uno había de morir, este joven que en un principio no era de mala conducta, comenzó a vivir como un verdadero modelo.

En los primeros días le pidió a [San] Juan Don Bosco le permitiera hacer su confesión general. El siervo de Dios no quería acceder porque la había hecho ya una vez, pero como el muchacho insistió, el buen padre determinó complacerlo.

La hizo dos o tres veces. El mismo día que pidió este favor o en la misma fecha en que comenzó su confesión, empezó a sentirse mal.
Permaneció unos días en el Oratorio algo molesto. Habiendo venido dos de sus hermanos a visitarlo y enterados de su malestar, pidieron a [San] Juan Don Bosco que dejara a Luis ir a casa durante algún tiempo.

[San] Juan Don Bosco concedió el permiso.

Aquel mismo día o el día anterior, Fornasio había terminado de hacer su confesión general, recibiendo ¡a Sagrada Comunión.

Fue a su casa, estuvo unos días levantado, pero después guardó cama.

La gravedad del mal se acentuó atacándole a la cabeza, pri­vándole de la razón y del uso de la palabra, de forma que ya no pudo ni confesar ni comulgar más.

[San] Juan Don Bosco fue a Borgaro a visitarlo; Fornasio lo reconoció, que­ría hablarle pero no podía, siendo tal el sentimiento que se apoderó de él que comenzó a llorar y con él toda la familia. Al día siguiente moría.

Al saberse en el Oratorio la noticia de este fallecimiento, va­rios clérigos preguntaron a [San] Juan Don Bosco si Fornasio era el joven que había visto en el sueño recibiendo el papelito de manos del espectro, y el siervo de Dios dio a entender que no era él.

Con todo, muchos estaban convencidos de que la profecía se había cumplido en la persona de Fornasio.

Aquella misma noche del 16 de abril, [San] Juan Don Bosco dio a cono­cer a ¡os alumnos la triste noticia, describiendo la muerte de Luis Fomasio  haciendo observar, al mismo tiempo, que aquel aconte­cimiento daba a todos una gran lección.

El que tiene tiempo que no aguarde a más adelante. No nos dejemos engañar por el demonio con la esperanza de ajustar las cosas de nuestra alma en punto de muerte.

Como le preguntaran públicamente si Fornasio era e¡ que de­bía morir, respondió que por entonces no quería decir nada. Añadió, sin embargo, que era costumbre en el Oratorio que ¡os jóvenes muriesen de dos en dos y que uno llamase al otro, que por eso todos debían estar en guardia poniendo en práctica el aviso del Señor de estar preparados: Estote parati quia qua hora non putatis Filius hominis veniet.

Al bajar de la tribuna dijo claramente a algún sacerdote y a un clérigo, que no era Farnasio quien en el sueño había recibido el billetito de manos del espectro.

El 17 de abril, durante el recreo después del almuerzo, [San] Juan Don Bosco se encontraba en el patio rodeado de cierto número de jó­venes, los cuales le preguntaron con interés:

Díganos el nombre del que tiene que morir.

El siervo de Dios sonriendo hizo señal con la cabeza de que no lo diría, pero los jóvenes insistieron.

—Si no nos lo quiere decir a nosotros, dígaselo al menos a [Beato] Miguel Don Rúa.

[San] Juan Don Bosco seguía resistiéndose.

Díganos al menos la inicial del nombrepresionaban algunos.

¿Quieren saberlo? dijo al fin—. Pues se los diré: El que recibió el papelito de manos del personaje tiene un nombre que comienza con la misma letra que el nombre de María.

Lo que  [San] Juan Don Bosco acababa de decir no tardó en saberse en toda la casa.

Los jóvenes pretendían esclarecer el misterio, mas era cosa difí­cil, pues había más de treinta alumnos cuyo apellido comenzaba por M. No faltaron, sin embargo, los espíritus desconfiados. Había en casa un enfermo gravé llamado Luis Marchisio, de cuya curación se dudaba mucho; y, en efecto, el 18 de abril fue llevado a casa de sus familiares.

Algunos, sospechando que [San] Juan Don Bosco aludiese a Marchisio, decían: Si es Marchisio, también yo sabría adivinar que uno tiene que morir y que su nombre comienza por la misma letra que el nombre de María.

Don Bonetti, después de rellenar en la Crónica las lagunas de los meses de marzo y abril, prosigue su narración haciendo notar la realidad de la predicción hecha por [San] Juan Don Bosco al contar el sueño del 21 de marzo.

Había pasado ya un mes de tal vaticinio, mermando en algunos la saludable impresión que las palabras del siervo de Dios habían producido en sus ánimos. Muchos, en cambio, continuaban pregun­tándose:

¿Quién morirá? ¿Cuándo morirá? La primera P correspon­diente a la fiesta de Pascua ha pasado.

Y he aquí que el 25 de abril muere improvisadamente de un ataque apoplético, el joven Victorio Maestro, de trece años de edad, natural de Viora, Mondoví.

Hasta el día de la predicción había gozado este joven que era de extraordinaria virtud y encendida piedad Eucarística—, de una perfecta salud; pero desde hacía un par de semanas padecía una fuerte afección a los ojos, quedando por la noche privado por com­pleto de la vista, desde hacía dos o tres días padecía también un lige­ro dolor de estómago.

El médico le ordenó que por la mañana no se levantase con los demás, sino que descansase hasta más tarde.

[San] Juan Don Bosco, una mañana, habiéndoselo encontrado por la es­calera le preguntó:

¿Quieres ir al Paraíso?

—Sí, sí,—, replicó Maestro.

Pues bien; prepárateañadió el siervo de Dios.

El joven miró a [San] Juan Don Bosco un poco turbado, pero creyendo que hablaba en broma, reaccionó inmediatamente.

Por lo demás, el buen padre, que estaba sobre aviso, iba prepa­rando al joven con prudentes consejos induciéndole a hacer su con­fesión general, después de la cual Maestro quedó contentísimo.

El 24 de abril un jovencito, al ver a Maestro sentado en un escaño de la enfermería, tuvo una singular idea y acercándose a [San] Juan Don Bosco le preguntó:

¿Es cierto que el que se quiere morir es Maestro?

—¡Y yo qué sé! replicó el[Santo]—, pregúntaselo a él.

El jovencito subió a la enfermería y lo preguntó a Maestro.

Este comenzó a reír y fue a pedirle a [San] Juan Don Bosco le dejase pa­sar unos días con la familia.

Con mucho gusto replicó el buen padre—; pero antes de mar­char es necesario que el médico extienda un certificado de tu enfer­medad.

Esta respuesta sirvió de gran consuelo al joven que razonaba de esta manera:

Tiene que morir uno en el Oratorio; si me marcho a mi casa es señal de que yo no soy; pasaré unas vacaciones más lar­gas y volveré curado.

El viernes 25, Maestro se levantó con los demás y después de asistir a la Santa Misa, volvió a su habitación; pero sintiéndose muy cansado se acostó, manifestando antes a los compañeros su satisfacción por marchar a casa.

Entretanto a las nueve sonó la señal para la clase, y los com­pañeros, después de despedirse de Maestro y desearle unas felices vacaciones y un buen regreso, marcharon a sus aulas mientras el enfermo quedó solo en el dormitorio. A las diez vino a verle el enfermero para comunicarle que el médico llegaría dentro de unos instantes, que se levantara y fuera a la enfermería para hablar con él y pedirle el certificado que le había dicho [San] Juan Don Bosco.

Poco después se oyó la señal de la llegada del médico y un joven de la habitación contigua a la del muchacho, que también estaba in­dispuesto, se acercó a la puerta del dormitorio de Maestro y dijo en alta voz:

Maestro, Maestro, es hora de ir a la visita del médico

Lo llama una y otra vez y Maestro no responde. El compañe­ro creyó que se hubiera quedado dormido.

Entonces se acercó al lecho, lo toma por un brazo, lo vuelve a llamar, lo sacude, pero todo inútil: estaba inmóvil.

Imposible explicar el espanto del compañero; inmediatamen­te comenzó a gritar:

¡Maestro ha muerto, Maestro ha muerto!

Corrió a comunicar la noticia a la enfermería y el primero con quien tropezó fue con [Beato] Miguel Don Rúa, el cual aun llegó a tiempo de darle la absolución al moribundo mientras exhalaba el último suspiro, se le comunicó después la desgracia a Don Alasonatti, y yo dice Don Bonettifui a llamar a [San] Juan Don Bosco.

La noticia de aquel fallecimiento se esparció como un relám­pago por clases y talleres. Muchos acudieron al dormitorio y se arrodillaron ante el cadáver, rezando por el alma del difunto. Al­gunos esperaban que estuviese aún vivo, y se acercaron al lecho con tisanas y licores fuertes. Pero todo fue inútil. Cuando llegó [San] Juan Don Bosco apenas lo vio perdió toda esperanza: aquella vida se había apagado.

El pesar era general, especialmente porque Maestro se había ido de este mundo sin tener al lado ni un solo compañero.

[San] Juan Don Bosco, al contemplar la consternación que se había apode­rado de los jóvenes, los tranquilizó sobre la salvación eterna de Maestro.

Había comulgado el miércoles, y desde la festividad de los Santos hasta la fecha había observado una conducta tal, que daba a entender que aquel jovencito estaba preparado para morir.

Clérigos y jóvenes desfilaron ante el cadáver y al llorar su muerte, reconocían que con ella se había cumplido el sueño de [San] Juan Don Bosco.

El [Santo] habló por la noche a todos de tal forma, que arrancó lágrimas de los ojos de su auditorio. Hizo resaltar cómo Dios se había llevado a dos jóvenes del Oratorio en el espa­cio de nueve o diez días, sin que ninguno de los dos hubiese po­dido recibir los auxilios de la Religión».

¡Cuan engañados están -—exclamabalos que dicen que ajustarán sus cuentas al fin de la vida! Pero, demos gracias al Se­ñor que se ha dignado llamar a la eternidad a dos compañeros, los cuales, tenemos la seguridad de ello, se encontraban prepara­das para este paso. ¡Cuánto mayor sería nuestro dolor si el Se­ñor hubiese permitido que partiesen de nuestro lado otros que observan en casa una conducta poco satisfactoria!

Esta muerte fue una bendición del Señor. Durante la maña­na y la noche del sábado los jóvenes pedían en gran número ha­cer su Confesión general. [San] Juan Don Bosco los tranquilizaba dirigiéndoles algunas palabras.

Después dijo claramente:

—A Maestro fue al que vi en el sueño recibiendo el papelito de manos del espectro. Lo que me consuela grandemente es que él, como varios me aseguraron, se acercó a los Sacramentos en la misma mañana del viernes, de forma que su muerte fue repentina, pero no imprevista.

En la mañana del domingo 27 de abril, fue conducido al ce­menterio el cadáver del infortunado joven.

Cuando el siervo de Dios vio en el sueño al espectro presen­tando el billetito a Maestro, pudo apreciar que la escena se desa­rrollaba delante del portón que conducía al huerto; desde allí el misterioso personaje indicó al joven el ataúd colocado debajo de dicho portón, a pocos pasos de distancia.

Cuando llegaron los empleados de pompas fúnebres, pasan­do por la escalera central, transportaron el féretro hacia el lugar en que [San] Juan Don Bosco había visto al espectro y a su víctima; allí los fu­nerarios pidieron unos banquillos para colocar el ataúd, esperando al sacerdote y a ¡os alumnos que habían de acompañar al cadáver al cementerio.                                  

Hemos de añadir que al llegar Don Cagliero y ver el féretro en aquel lugar, siendo así que en circunstancias análogas la costumbre había sido colocar el ataúd al final de los pórticos junto a la puerta de la escalera próxima a la iglesia, se mostró contrariado por aquella novedad, y tanto más al saber que los de la funeraria habían hecho llevar allí los banquillos que estaban colocados con anterioridad en el lugar tradicional. Por tanto Don Cagliero insistió para que la caja fuese llevada al sitio de costumbre, pero aquellos hombres des­pués de decir algunas palabras entre dientes, no quisieron mover el féretro de donde estaba.

En aquel instante [San] Juan Don Bosco salía de la iglesia y mirando conmovido la escena:

¡Miren!, dijo a Don Francesia y a algunos otros que estaban cer­ca de él¡qué coincidencia!... En el sueño vi la caja en ese mismo lugar.

Sobre este hecho nos dejó también una relación Don Segun­do Merlone.

Según él, aunque ninguno de los alumnos había llegado a sa­ber que el compañero que había de morir era Maestro, dos de la casa conocían el nombre del infortunado y algo más.

A fines de febrero murió un joven que hacía algún tiempo ha­bía salido del Oratorio. Dos clérigos veteranos, ordenados in sacris, uno de los cuales era Don Juan Cagliero, al enterarse de lo ocurrido, una mañana al subir las escaleras y al encontrarse con [San] Juan Don Bosco que bajaba al patio, le anunciaron esta pérdida para él siempre doloroso. [San] Juan Don Bosco respondió:

No será ese solo; antes que pasen dos meses, deberán mo­rir otros dos.
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Y añadió los nombres.
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Con frecuencia el siervo de Dios hacía semejantes confiden­cias bajo secreto, a quien sabía dotados de prudencia, para que, sin que los jóvenes indicados se dieran cuenta, fueron por ellos amigablemente estimulados a observar buena conducta, a fre­cuentar los Sacramentos; y para que al mismo tiempo los vigila­sen teniéndolos apartados de todo peligro.

Ambos clérigos asumieron de buena gana este encargo de aquel custodio celestial, pero al mismo tiempo, tomando un tro­zo de papel escribieron la profecía, la fecha en que [San] Juan Don Bosco la había anunciado, los nombres de los interesados y después firma­ron. Seguidamente fueron a la Prefectura y, sellando el escrito, lo depositaron en ella para que fuese celosamente guardado.

Mons. Cagliero, cuarenta y siete años después, confirmó cuanto hemos dicho y recordaba la compasión que sintió a raíz de la revelación de [San] Juan Don Bosco, al ver a aquellos dos jovencitos correr alegremente de una parte a otra del patio entregados a sus juegos, sin sospechar lo más mínimo, sobre la muerte, aun­que no desgraciada, que les estaba reservada; y el cumplimiento de la profecía en el tiempo señalado y la emoción que experi­mentó el mismo Prefecto cuando se quitaron los sellos al papel escrito dos meses antes.

LAS DOS COLUMNAS

SUEÑO 37.AÑO DE 1862.

(M. B. Tomo Vil, págs. 169-171)
El 26 de mayo de 1862 [San] Juan Don Bosco había prometido a sus jóve­nes que les narraría algo muy agradable en los últimos días del mes.

El 30 de mayo, pues, por la noche les contó una parábola o semejanza según él quiso denominarla.

He aquí sus palabras:
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«Les quiero contar un sueño. Es cierto que el que sueña no razo­na; con todo, yo que les contaría a Vosotros hasta mis pecados si no temiera que salieran huyendo asustados, o que se cayera la casa, les lo voy a contar para su bien espiritual. Este sueño lo tuve hace algu­nos días.

Figúrense que están conmigo a la orilla del mar, o mejor, sobre un escollo aislado, desde el cual no ven más tierra que la que tienen debajo de los pies. En toda aquella superficie líquida se ve una multi­tud incontable de naves dispuestas en orden de batalla, cuyas proas terminan en un afilado espolón de hierro a modo de lanza que hiere y traspasa todo aquello contra lo cual llega a chocar. Dichas naves están armadas de cañones, cargadas de fusiles y de armas de dife­rentes clases; de material incendiario y también de libros, y se diri­gen contra otra embarcación mucho más grande y más alta, intentando clavarle el espolón, incendiarla o al menos hacerle el ma­yor daño posible.

A esta majestuosa nave, provista de todo, hacen escolta nume­rosas navecillas que de ella reciben las órdenes, realizando las oportunas maniobras para defenderse de la flota enemiga. El viento le es adverso y la agitación del mar favorece a los enemigos.

En medio de la inmensidad del mar se levantan, sobre las olas, dos robustas columnas, muy altas, poco distante la una de la otra. Sobre una de ellas campea la estatua de la Virgen Inmaculada, a cu­yos pies se ve un amplio cartel con esta inscripción: Auxilium Christianorum.

Sobre la otra columna, que es mucho más alta y más gruesa, hay una Hostia de tamaño proporcionado al pedestal y debajo de ella otro cartel con estas palabras: Salus credentium.

El comandante supremo de la nave mayor, que es el Romano Pontífice, al apreciar el furor de los enemigos y la situación apurada en que se encuentran sus leales, piensa en convocar a su alrededor a los pilotos de las naves subalternas para celebrar consejo y decidir la conducta a seguir. Todos los pilotos suben a la nave capitaneada y se congregan alrededor del Papa. Celebran consejo; pero al com­probar que el viento arrecia cada vez más y que la tempestad es cada vez más violenta, son enviados a tomar nuevamente el mando de sus naves respectivas.

Restablecida por un momento la calma, el Papa reúne por se­gunda vez a los pilotos, mientras la nave capitana continúa su curso; pero la borrasca se torna nuevamente espantosa.

El Pontífice empuña el timón y todos sus esfuerzos van encami­nados a dirigir la nave hacia el espacio existente entre aquellas dos columnas, de cuya parte superior todo en redondo penden numero­sas áncoras y gruesas argollas unidas a robustas cadenas.

Las naves enemigas dispónense todas a asaltarla, haciendo lo posible por detener su marcha y por hundirla. Unas con los escritos, otras con los libros, con materiales incendiarios de los que cuentan gran abundancia, materiales que intentan arrojar a bordo; otras con los cañones, con los fusiles, con los espolones: el combate se torna cada vez más encarnizado. Las proas enemigas chocan contra ella violentamente, pero sus esfuerzos y su ímpetu resultan inútiles. En vano reanudan el ataque y gastan energías y municiones: la gigan­tesca nave prosigue segura y serena su camino.

A veces sucede que por efecto de las acometidas de que se le hace objeto, muestra en sus flancos una larga y profunda hendidura; pero apenas producido el daño, sopla un viento suave de las dos co­lumnas y las vías de agua se cierran y las brechas desaparecen.

Disparan entretanto los cañones de los asaltantes, y al hacerlo revientan, se rompen los fusiles, lo mismo que las demás armas y espolones. Muchas naves se abren y se hunden en el mar. Enton­ces, los enemigos, encendidos de furor comienzan a luchar em­pleando el arma corta, las manos, los puños, las injurias, las blasfemias, maldiciones, y así continúa el combate.

Cuando he aquí que el Papa cae herido gravemente. Inmediata­mente los que le acompañan acuden a ayudarle y le levantan. El Pontífice es herido una segunda vez, cae nuevamente y muere. Un grito de victoria y de alegría resuena entre los enemigos; sobre las cu­biertas de sus naves reina un júbilo indecible. Pero apenas muerto el Pontífice, otro ocupa el puesto vacante. Los pilotos reunidos lo han elegido inmediatamente; de suerte que la noticia de la muerte del Papa llega con la de la elección de su sucesor. Los enemigos co­mienzan a desanimarse.

El nuevo Pontífice, venciendo y superando todos los obstáculos, guía la nave hacia las dos columnas, y al llegar al espacio compren­dido entre ambas, la amarra con una cadena que pende de la proa a un áncora de la columna que ostenta la Hostia; y con otra cadena que pende de la popa la sujeta de la parte opuesta a otra áncora colgada de la columna que sirve de pedestal a la Virgen Inmaculada. Entonces se produce una gran confusión. Todas las naves que hasta aquel momento habían luchado contra la embarcación capita­neada por el Papa, se dan a la huida, se dispersan, chocan entre sí y se destruyen mutuamente. Unas al hundirse procuran hundir a las demás. Otras navecillas que han combatido valerosamente a las ór­denes del Papa, son las primeras en llegar a las columnas donde quedan amarradas.

Otras naves, que por miedo al combate se habían retirado y que se encuentran muy distantes, continúan observando prudentemente los acontecimientos, hasta que, al desaparecer en los abismos del mar los restos de las naves destruidas, bogan aceleradamente hacia las dos columnas, llegando a las cuales se aseguran a los garfios pendientes de las mismas y allí permanecen tranquilas y seguras, en compañía de la nave capitana ocupada por el Papa. En el mar reina una calma absoluta.
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Al llegar a este punto del relato, [San] Juan Don Bosco preguntó a [Beato] Miguel Don Rúa:

¿Qué piensas de esta narración?

[Beato] Miguel Don Rúa contestó:

Me parece que la nave del Papa es la Iglesia de la que es Cabeza: las otras naves representan a los hombres y el mar al mundo. Los que defienden a la embarcación del Pontífice son los leales a la Santa Sede; los otros, sus enemigos, que con toda suerte de armas intentan aniquilarla. Las dos columnas salvado­ras me parece que son la devoción a María Santísima y al Santí­simo Sacramento de la Eucaristía.

[Beato] Miguel Don Rúa no hizo referencia al Papa caído y muerto y [San] Juan Don Bosco nada dijo tampoco sobre este particular. Solamente aña­dió:

Has dicho bien. Solamente habría que corregir una expre­sión. Las naves de los enemigos son las persecuciones. Se prepa­ran días difíciles para ¡a Iglesia. Lo que hasta ahora ha sucedido es casi nada en comparación a lo que tiene que suceder. Los ene­migos de la Iglesia están representados por las naves que inten­tan hundir la nave principal y aniquilarla si pudiesen. ¡Sólo quedan dos medios para salvarse en medio de tanto desconcier­to! Devoción a María. Frecuencia de Sacramentos: Comunión frecuente, empleando todos los recursos para practicarlos noso­tros y para hacerlos practicar a los demás siempre y en todo momento. ¡Buenas noches!

Las conjeturas que hicieron los jóvenes sobre este sueño fue­ron muchísimas, especialmente en lo referente al Papa; pero [San] Juan Don Bosco no añadió ninguna otra explicación.

Cuarenta y ocho años después en 1907— el antiguo alum­no, canónigo Don Juan Ma. Bourlot, recordaba perfectamente las palabras de [San] Juan Don Bosco.

Hemos de concluir diciendo que César Chiala y sus compañeros, consideraron este sueño como una verdadera visión o profecía, aun­que [San] Juan Don Bosco al narrarlo parece que no se propuso otra cosa que, in­ducir a los jóvenes a rezar por la Iglesia y por e¡ Sumo Pontífice inculcándoles al mismo tiempo la devoción al Santísimo Sacramento y a María Santísima.

EL SACRILEGIO

SUEÑO 38.AÑO DE 1862.

(M. B. Tomo Vil, págs. 193-194)

En la primera semana de julio de 1862, hablando [San] Juan Don Bosco a sus sacerdotes les recomendaba una gran caridad y paciencia al confesar a los jóvenes para no perder su confianza; y al mismo tiempo les aseguraba que la prudencia necesaria y la eficacia de palabra para ganar los corazones, eran dones del Señor que se obtenían con la oración frecuente, con la más perfecta pureza de intención y con actos de penitencia y sacrificio, como hacen los confesores celosos.

Después, siguió hablando de las confesiones sacrílegas de los jó­venes al callar de propósito cosas que se han de manifestar necesa­riamente y les contaba el siguiente hecho que le había sucedido a él mismo.
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Una noche soñé y vi en el sueño a un joven que tenía el corazón roído por los gusanos y que él mismo se quitaba y arrojaba de sí aquellos animales con la mano. No hice caso del sueño. Mas he aquí que a la noche siguiente veo al mismo joven, que tenía junto a sí un perro que le mordía el corazón. No dudé de que el Señor quería conceder alguna gracia a aquel muchacho y que el pobrecito tenía algún embrollo en la conciencia.
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«Cierto día le dije de improviso:

¿Quieres hacerme un favor?

—Sí, sí... Si de mí depende.

—-Si quieres, puedes hacérmelo.

—Pues bien; dígame lo que desea, que lo haré.

¿Estás seguro?

¡Seguro!

—Dime: ¿no has callado ningún pecado en la confesión?

Quiso negármelo, pero inmediatamente añadí: ¿Y esto y esto otro, por qué no lo confesaste? Entonces me miró al rostro, comenzó a llorar y me dijo: Tiene usted razón: hace dos años que me quiero confesar de eso y dejándolo de una vez para otra no me he atrevido a hacerlo.

Entonces lo animé y le dije lo que tenía que hacer para po­nerse en paz con Dios».

Así habló [San] Juan Don Bosco en aquella ocasión dando sabios conse­jos a sus colaboradores, para que ejerciesen con éxito el difícil arte de salvar las almas; por su parte se dedicaba en cuerpo y alma a hacer de sus jóvenes otros tantos hijos de Dios.

EL CABALLO ROJO

SUEÑO 39.AÑO DE 1862.

(M. B. Tomo Vil, págs. 217-218)
Las crónicas del mes de julio relatan nuevas maravillas sobre [San] Juan Don Bosco.

Don Ruffino escribió en la suya: «1 de julio. [San] Juan Don Bosco dijo a algunos que le rodeaban después del almuerzo:

—Este mes tendremos que asistir a un funeral.

En distintas ocasiones repitió lo mismo una y otra vez, pero siempre ante un reducido número de oyentes.

Estas confidencias despertaban en los clérigos una gran cu­riosidad, de forma que, en las horas de recreo, cuando las ocu­paciones se lo permitían, rodeaban al [Santo] con la esperanza de oír de sus labios alguna novedad, y una de ellas fue, como lo comprendieron más tarde, la intención de [San] Juan Don Bosco de fundar un instituto para atender a las niñas. En efec­to, así lo consignaron por escrito Don Bonetti y Don César Chiala.

El 6 de julio el buen padre narró a algunos de sus hijos el siguiente sueño que tuvo en la noche del 5 al 6 de dicho mes. Estaban presentes Francesia, Savio, [Beato] Miguel Rúa, Cerrutti, Fusero, Bonetti el Caballero Oreglia, Anfossi, Durando, Provera y algún otro.
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Esta noche —comenzó [San] Juan Don Bosco— tuve un sueño singular. Soñé que me encontraba con la marquesa Barolo y que paseába­mos por una placita situada delante de una llanura extensísima. Veía a los jóvenes del Oratorio correr, saltar, jugar alegremente. Yo que­ría dar la derecha a la marquesa, pero ella me dijo: —No; quédese donde está.

Después comenzó a hablar de mis jóvenes y me decía:

—¡Es tan buena cosa que se ocupe de los jóvenes! Pero déjeme a mí el cuidado de las jóvenes; así iremos de acuerdo. Yo le repliqué:

—Pero, dígame: ¿Nuestro Señor Jesucristo vino al mundo para redimir solamente a los jovencitos o también a las jovencitas?

—Sé —replicó— que nuestro Señor ha redimido a todos: niños y ni­ñas.

—Pues bien; yo debo procurar que su sangre no se haya derra­mado inútilmente, tanto para las jóvenes como para los jóvenes.

Mientras estábamos ocupados en esta conversación, he aquí que entre mis jóvenes que estaban en la placita comenzó a reinar un ex­traño silencio. Dejaron todos sus entretenimientos y se dieron a la huida, quiénes hacia una parte, quiénes hacia otra, llenos de espan­to.

La marquesa y yo detuvimos el paso y quedamos durante unos momentos inmóviles. Buscando la causa de aquel terror dimos unos pasos hacia adelante. Levanto un poco la vista y he aquí que al fon­do de la llanura veo descender hasta la tierra un caballo grande... tremendamente grande... La sangre se me heló en las venas. —¿Sería como esta habitación?—, preguntó Francesia. —¡Oh, mucho más grande! —replicó [San] Juan Don Bosco—. Sería de grande y de alto como tres o cuatro veces más que este local, y más que el palacio Madama. En resumidas cuentas, que era una bestia descomunal. Mientras yo quería huir temiendo la inminencia de una catástrofe, la marquesa Barolo perdió el sentido y cayó al suelo. Yo casi no podía tenerme de pie, tanto me temblaban las rodillas. Corrí a esconderme detrás de una casa que había a mucha distancia, pero de allá me echaron diciéndome:

—¡Márchese, márchese; aquí no tiene que venir!

Entre tanto yo me decía a mí mismo:

—¡Quién sabe qué diablo será este caballo! No huiré, me adelantaré para examinarlo más de cerca. Y aunque temblaba de pies a cabeza, me armé de valor, volví atrás y me acerqué.

—¡Ah! ¡Qué horror! ¡Aquellas orejas tiesas! ¡Aquel hocico des­comunal!

A veces me parecía ver mucha gente encima de él; otras veces, que tenía alas, de forma que exclamé:

—Pero ¡esto es un demonio!

Mientras lo contemplaba, como estaba en compañía de algunos, pregunté a uno de los presentes:

—¿Qué quiere decir este enorme caballo?

El tal me respondió:

—Este es el caballo rojo: Equus rufus, del Apocalipsis.

Después me desperté y me encontré en la cama muy asustado y durante toda la mañana, mientras decía Misa; en el confesionario tenía delante a aquel animal.
Ahora deseo que alguno averigüe si este "equus rufus", se nombra verdaderamente en las Sagradas Escrituras, y cuál es su sig­nificado.
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Y encargó a Durando de que buscase la manera de resolver el problema. [Beato] Miguel Don Rúa hizo observar que, realmente en el Apocalipsis, capítulo VI, versículo IV, se habla del caballo rojo, símbolo de ¡a persecución sangrienta contra la Iglesia, como explica en las notas de la Sagrada Escritura, Mons. Martini. He aquí las palabras textuaíes del libro sagrado:

Et cum aperuisset sigillum secundum, audivi secundum animal, dicens: Veni et vide. Et exivit alius equus rufus: et qui sedebat super illum datum est ei ut sumeret pacem de térra, et ut invicem se interficiant et datus est ei gladius magnus.

En el sueño de [San] Juan Don Bosco parece que el caballo repre­sentase a la democracia sectaria, que procediendo furiosamente contra ¡a Iglesia avanzaba alentando contra el orden social, sin detenerse ni un solo paso; se imponía a los gobiernos, en las es­cuelas, en los municipios, en los tribunales, anhelando realizar la obra destructora comenzada con el apoyo y complicidad de las autoridades constituidas, en perjuicio de la sociedad religiosa y de todo piadoso instituto y del derecho común de propiedad.

[San] Juan Don Bosco dijo:

Sería necesario que todos los buenos y nosotros en nuestra pequeñez procurásemos con celo y entusiasmo poner un freno a esta bestia que irrumpe por doquier alocadamente.
¿De qué manera? Poniendo en guardia a los pueblos median­te el ejercicio de la caridad y con la buena prensa que contrarres­te las falsas doctrinas de semejante monstruo, orientando el pensamiento de los pueblos y los corazones hacia la Cátedra de Pedro. En ella está el fundamento indudable de toda autoridad que procede de Dios, la llave maestra que conserva todo orden social; el código inmutable de los deberes y los derechos de los hombres; la luz divina que disipa los errores de las más encona­das pasiones; aquí el fiel guardián y el defensor poderoso de la moral evangélica y de la ley natural; aquí la confirmación de la sanción inmutable de los premios eternos reservados a quienes observan la ley del Señor y las penas igualmente eternas para los transgresores de la misma.

Pero la Iglesia, la Cátedra de San Pedro y el Papa, son una misma cosa. Por tanto, para que estas verdades fuesen acatadas por todos, [San] Juan Don Bosco quería que se hiciesen toda suerte de es­fuerzos por deshacer las calumnias contra el Pontificado y que se diesen a conocer los inmensos beneficios que Roma reporta a la vida social y se procurase avivar en todos los corazones, senti­mientos de gratitud, fidelidad y amor hacia la Cátedra de Pedro.

LA SERPIENTE Y EL AVE MARÍA

SUEÑO 40.AÑO DE 1862.

(M. B. Tomo Vil, págs. 238-239)

En su crónica particular escribe Don Provera en fecha corres­pondiente a la última semana de agosto:

«[San] Juan Don Bosco tuvo una nueva prueba de los continuos asaltos promovidos por el demonio contra las almas, de los perjuicios que ocasiona, de la necesidad de emplearse en continuas batallas para rechazarlo y arrancarle sus víctimas. Militia est vita hominum super terram.

Un centenar de alumnos habían regresado de casa para prepa­rarse, después de los exámenes de reparación, al nuevo curso escolar.

El 20 de agosto de 1862, después de rezadas las oraciones de la noche y de dar algunos avisos relacionados con el orden de la casa, el buen padre dijo:

Quiero contarles un sueño que tuve hace algunas noches.

Tal vez se trata de la noche precedente a la festividad de la Asunción observa Don Lemoyne—.
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Soñé que me encontraba en compañía de todos los jóvenes en Castelnuovo de Asti, en casa de mi hermano. Mientras todos hacían recreo, viene hacia mí un desconocido y me invita a acompañarle. Le seguí y me condujo a un prado próximo al patio y allí me indicó entre la hierba una enorme serpiente de siete u ocho metros de longitud y de un grosor extraordinario. Horrorizado al contemplarla, quise huir.

—No, no, —me dijo mi acompañante—; no huya; venga conmigo.

—¡Ah!, —exclamé—, no soy tan necio como para exponerme a un tal peligro.

—Entonces —continuó mi acompañante—, aguarde aquí.

Y seguidamente fue en busca de una cuerda y con ella en la mano volvió nuevamente junto a mí y me dijo:

—Tome esta cuerda por una punta y sujétela bien; yo cogeré el otro extremo y me pondré en la parte opuesta y así la mantendre­mos suspendida sobre la serpiente.

—¿Y después?

—Después se la dejaremos caer sobre la espina dorsal.

—¡Ah! No; por caridad. Pues ¡ay de nosotros si lo hacemos! La serpiente saltará enfurecida y nos despedazará.

—No, no; déjeme a mi —añadió el desconocido—, yo sé lo que me hago.

—De ninguna manera; no quiero hacer una experiencia que me puede costar la vida.

Y ya me disponía a huir, cuando el tal insistió de nuevo, asegurándome que no había nada que temer; y tanto me dijo que me quedé donde estaba dispuesto a hacer lo que me decía.

El, entretanto, pasó del lado de allá del monstruo, levantó la cuerda y con ella dio un latigazo sobre el lomo del animal. La ser­piente dio un salto volviendo la cabeza hacia atrás para morder al objeto que la había herido, pero en lugar de clavar los dientes en la cuerda, quedó enlazada en ella mediante un nudo corredizo. Enton­ces el desconocido me gritó:

—Sujete bien la cuerda, sujétela bien, que no se le escape.

Y corrió a un peral que había allí cerca y ató a su tronco el ex­tremo que tenía en la mano; corrió después hacia mí, cogió la otra punta y fue a amarrarla a la reja de una ventana.

Entretanto la serpiente se agitaba, movía sus espirales y daba tales golpes con la cabeza y con sus anillas en el suelo, que sus carnes se rom­pían saltando en pedazos a gran distancia. Así continuó mientras tuvo vida; y, una vez que hubo muerto, sólo quedó de ella el esqueleto pelado y mondado.

Entonces, aquel mismo hombre desató la cuerda del árbol y de la ventana, la recogió, formó con ella un ovillo y me dijo:

—¡Preste atención!

Metió la cuerda en una cajita, la cerró y después de unos mo­mentos la abrió. Los jóvenes habían acudido a mi alrededor. Mira­mos el interior de la caja y nos quedamos maravillados. La cuerda estaba dispuesta de tal manera, que formaba las palabras: ¡Ave Ma­ría!

—Pero ¿cómo es posible?, —dije—. Tú metiste la cuerda en la cajita a la buena de Dios y ahora aparece de esa manera.

—Mira —dijo él—: la serpiente representa al demonio y la cuer­da el Ave María, o mejor, el Rosario, que es una serie de Avemarias con la cual y con las cuales se puede derribar, vencer, destruir a to­dos los demonios del infierno.

Hasta aquí —concluyó [San] Juan Don Bosco— llega la primera parte del sueño. Hay otra segunda parte más interesante para todos. Pero ya es tarde y por eso la contaremos mañana por la noche. Entretanto tengamos presente lo que dijo aquel desconocido respecto al Ave María y el Rosario. Recemos devotamente ante cualquier asalto de la tentación seguros de que saldremos siempre victoriosos. Buenas noches.
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«Séanos permitido dice Don Lemoynehacer algún co­mentario, ya que [San] Juan Don Bosco no dio ninguna interpretación a esta escena.

El peral que aparece en el sueño es el mismo al que el [Santo] amarrara una cuerda asegurando el otro tramo de la mis­ma a otro árbol poco distante, para entretener con juegos de des­treza a sus coterráneos, obligándoles de esta manera a escuchar sus lecciones de catecismo. Nos parece poder comparar este peral con aquella planta de la cual se lee en "El Cantar de los Cantares", capítulo 11, versículo 3: Sicut malus ínter ligna silvarum, sic dilectus meus ínter filios.

El comentarista Tirino y otros renombrados intérpretes de la Sagrada Escritura, hacen notar que el peral representa aquí a cual­quier árbol frutal. Dicha planta, productora de una sombra agrada­ble y salutífera, es símbolo de Jesucristo, de su cruz, de la virtud de la cual dimana la eficacia de la oración y la seguridad de la victoria. ¿Será este el motivo por el que un extremo de la cuerda fatal para la serpiente, fue atada al peral? Y la otra punta amarrada al enreja­do de la ventana podría simbolizar que al morador de aquella casa y a sus hijos les había sido confiada la misión de propagar el Rosa­rio por todas partes.

A sí parece que lo comprendió [San] Juan Don Bosco.

En Becchi instituyó la fiesta anual del Santo Rosario; quiso que los alumnos de sus casas rezasen todos los días la tercera parte del mismo; en sus pláticas y mediante la publicación de numerosos fo­lletos procuró resucitar esta devoción en el seno de la familia. De­fendía siempre que el Rosario era un arma capaz de proporcionar la victoria, no sólo a los individuos, sino a toda la Iglesia. Por eso sus discípulos publicaron todas ¡as Encíclicas de León XIII sobre esta oración tan del agrado de María.

Expuesta a nuestros lectores continúa Don Lemoynenuestras pobres ideas sobre el significado de la casita de Murialdo y del árbol visto por [San] Juan Don Bosco en el sueño, hagamos uso de la Crónica de Don Provera, que nos ofrece otras diversas circuns­tancias del sueño, citando algunas palabras de [San] Juan Don Bosco.

Dice así: «El 21 de agosto por la noche estábamos todos im­pacientes por oír la segunda parte del sueño que [San] Juan Don Bosco ha­bía anunciado proclamando de gran interés y provecho para todos, pero nuestros deseos no quedaron satisfechos. [San] Juan Don Bosco subió, como de costumbre, a su tribuna y dijo:

Ayer noche les anuncié que hoy les iba a contar la segunda par­te del sueño, pero muy a pesar mío creo que no debo mantener mi palabra.

Seguidamente, de todas partes se elevó un murmullo que in­dicaba la contrariedad y el disgusto general. El [Santo], después de dejar que se serenasen los ánimos, prosiguió:

¿Qué quieres? Lo pensé ayer noche, lo he pensado hoy y me he convencido de que no es conveniente contar la segunda parte de¡ sueño, pues contiene cosas que no querría se supiesen fuera de casa. Conténtense, pues, con sacar algún provecho de lo que les dije al narrarles la primera parte.

Al día siguiente, que era 22 de agosto, le rogamos insistente­mente que si no quería hacerlo en público, al menos nos contase en privado la segunda Parte del sueño. Se resistía a condescender con nuestros deseos, mas después de reiteradas súplicas accedió y nos aseguró que por la noche continuaría el relato. Así lo hizo. Rezadas las oraciones, continuó:
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«Dadas sus continuas peticiones, contaré la segunda parte del sue­ño. Si no todo, al menos les diré aquello que puedo referirles. Pero an­tes es necesario que señale una condición, a saber, que nadie escriba ni diga fuera de casa lo que voy a contar. Comentadlo entre Vosotros, tomadlo a risa si quieren, hagáis lo que os plazca, pero sólo entre Vosotros».

Mientras hablábamos el personaje aquel y yo sobre el significado de la cuerda y de la serpiente, me volví hacia atrás y vi algunos jóve­nes que cogiendo los pedazos de la carne de la serpiente, se los co­mían. Entonces les grité inmediatamente:

—Pero ¿qué es lo que hacen? ¿Están locos? ¿No saben que esa carne es venenosa y que les hará mucho daño?
No, no —me respondían los jóvenes—, está muy buena.
Pero, después de haberla comido, caían al suelo, se hinchaban y se tornaban duros como una piedra.

Yo no sabía darme paz, porque a pesar de aquel espectáculo, cada vez era mayor el número de los jóvenes que comían de aque­llas carnes. Yo gritaba al uno y al otro; daba bofetadas a éste, un puñetazo a aquél, intentando impedir que comiesen; pero era inútil. Aquí caía uno, mientras que allá comenzaba a comer otro. Entonces llamé a los clérigos en mi auxilio y les dije que se mezclaran entre los jóvenes y se organizaran de manera que ninguno comiera aquella car­ne. Mi orden no obtuvo el efecto deseado, sino que algunos de los mis­mos clérigos se pusieron también a comer las carnes de la serpiente cayendo al suelo al igual que los demás. Yo estaba fuera de mí cuando vi a mi alrededor a un tan gran número de muchachos tendidos por el suelo en el más miserable de los estados.   

Me volví entonces al desconocido y le dije:

—Pero ¿qué quiere decir esto? Estos jóvenes saben que esta car­ne les ocasiona la muerte, y con todo la comen.
¿Cuál es la causa?

El me contestó:

—Ya sabes que animalis homo non pércipit ea quae Dei sunt.

—Pero ¿no hay remedio para que estos jóvenes vuelvan en sí?

—Sí que lo hay.

—¿Y cuál sería?

—No hay otro más que el yunque y el martillo.

—¿El yunque? ¿El martillo? ¿Y cómo hay que emplearlos?

—Hay que someter a los jóvenes a la acción de ambos instru­mentos.

—¿Cómo? ¿Acaso debo colocarlos sobre el yunque y luego gol­pearlos con el martillo?

Entonces mi compañero, explicando su pensamiento, dijo:

—Mira: el martillo significa la Confesión; el yunque, la Comu­nión; es necesario hacer uso de estos dos medios.

Puse manos a la obra y comprobé que eran los indicados unos remedios eficacísimos, aunque para algunos resultasen inútiles; tales eran los que no hacían buenas confesiones.
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«Cuando los jóvenes se hubieron retirado a los dormitorios continúa Don Proverapregunté a [San] Juan Don Bosco por qué sus órde­nes a los clérigos de que impidiesen a los jóvenes comer las carnes de la serpiente no habían conseguido el efecto deseado.

El siervo de Dios me respondió:

No todos obedecieron; por el contrario, vi a algunos de los clérigos, como ya dije, comer también de aquellas carnes».

Estos sueños continúa Don Lemovnerepresentan en re­sumidas cuentas la realidad de la vida. Con las palabras y con los hechos [San] Don Bosco refleja la realidad de la vida, el estado de una comunidad en la que en medio de grandes virtudes, también existen miserias humanas. Y no hay que maravillarse de ello, tanto más que el vicio por su propia naturaleza tiende a expan­dirse más que la virtud, de aquí la necesidad de una vigilancia continua.

Alguien podrá objetar que habría sido más conveniente atenuar u omitir algunas descripciones un tanto enojosas; pero nuestro parecer no es el mismo. Si la historia ha de cumplir su noble oficio de maestro de la vida, debe describir el pasado tal y como fue en realidad, para que las generaciones futuras puedan animarse ante el ejemplo del fervor y de la virtud de los que les precedieron y, al mismo tiempo, conocer sus faltas y errores dedu­ciendo de ellos la prudencia con que debe regular los propios actos. Una narración que sólo presentase un lado de la realidad histórica, conducirá irremisiblemente a un falso concepto de la misma. Erro­res y defectos repetidas veces cometidos, al no ser reconocidos como tales, volverán a ser causa de nuevas transgresiones sin gran esperanza de enmienda. Una mal entendida apología, de nada sirve a los benévolos, ni convierte ajos mal dispuestos; en cambio, una franqueza ilimitada engendra crédito y confianza.

Por tanto, nosotros, al exponer nuestra manera de pensar, diremos, además, que [San] Juan Don Bosco dio del sueño las explicaciones más adecuadas a las inteligencias de los jóvenes, dejando entre­ver otras de no menor importancia, no presentándolas con toda claridad, porque no creyó llegado el momento oportuno para ha­cerlo. En efecto: en los sueños vemos que el [Santo] habla no solamente del presente, sino también del porvenir lejano, como sucede en el de la rueda y en otros que iremos exponiendo.

Las carnes podridas del monstruo ¿no podrían significar el escándalo que hace perder la fe; la lectura de los libros inmora­les, irreligiosos? ¿Qué indican la caída al suelo, la hinchazón, la dureza de los miembros, sino la desobediencia al superior, la so­berbia, la obstinación en el mal, la malicia?

El veneno es el mismo con que ha contaminado aquella co­mida maldita el dragón descrito por Job en el capítulo XLI, que aseguran los Santos Padres ser figura de Lucifer. El versículo 15 de dicho capítulo, dice así:

«Su corazón es duro como la piedra». Y así se trueca el cora­zón de los miserables envenenados, de los rebeldes obstinados en el mal.

¿Y cuál será el remedio contra tal dureza? [San] Juan Don Bosco emplea un símbolo un tanto oscuro, pero que en sustancia señala un re­medio sobrenatural. A nosotros se nos ocurre esta explicación: Es necesario que la gracia preveniente, obtenida mediante la ora­ción y con los sacrificios de los buenos, encienda los corazones endurecidos y los haga maleables; que los dos Sacramentos, esto es, el martillo de la humildad y el yunque de la Eucaristía sobre el cual el hierro recibe una forma decisiva, artística, para que después de ser templada, pueda ejercer su eficacia divina. Que el martillo que golpea y el yunque que sostiene concurran a reali­zar la obra que en nuestro caso no es otra que la reforma del co­razón llagado, pero dócil al mismo tiempo. Será entonces cuando éste, rodeado de un nimbo de espléndidos rayos de luz, vuelva a ser lo que fuera en otro tiempo.

LOS COLABORADORES DE DON BOSCO

SUEÑO 41 .AÑO DE 1862.

(M. B. Tomo Vil, págs. 336-337)

[San] Juan Don Bosco aseguraba, con mucha frecuencia, que el Señor realizaría todos sus designios sobre el Oratorio sirviéndose de los jóvenes a él pertenecientes.

Don Pablo Albera recuerda una de las conferencias de aquel tiempo dada al personal, perteneciente a la incipiente Sociedad Salesiana, la cual produjo un efecto extraordinario entre los oyentes.

En ella contó [San] Juan Don Bosco a sus hijos que había tenido un sueño.
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Un sueño en el cual pareció verse rodeado de jóvenes y de sacer­dotes. Habiéndoles propuesto que se pusiesen en camino para subir a una alta montaña que se encontraba poco distante, todos se mani­festaron conformes. En la cumbre de la misma estaban preparadas las mesas para un espléndido banquete que había de ser realzado con músi­ca y otros festejos. Se pusieron, pues, todos en viaje; la subida era empi­nada y fatigosa, sembrada de dificultades a veces difíciles de superar y otras casi impracticables a causa del cansancio, de forma que al llegar a determinado lugar todos se sentaron.

[San] Juan Don Bosco también se sentó, y después de animar a sus compa­ñeros a continuar la subida, se puso de pie y reemprendió la marcha a un paso apresurado. Pero habiéndose vuelto para ver a los que le seguían, comprobó que todos le habían abandonado, dejándolo solo. Bajó inmediatamente y fue en busca de ellos y después de reunirlos nuevamente, los encaminó otra vez hacia la cumbre áspera; pero pronto le abandonaron.

Entonces pensó que tenía que subir a aquella altura, no solo, sino en compañía de otros muchos. Aquella es mi meta... esta es mi misión... ¿Cómo haré para llevarla a cabo? ¡Ya comprendo!

Los primeros en seguirme fueron personas recogidas, virtuosas, de buena voluntad, pero a las cuales no había probado y que, por tanto, no tenían mi espíritu, no estaban acostumbrados a superar los senderos difíciles, no estaban unidos entre sí ni conmigo median­te la práctica de especiales virtudes... Por eso, me abandonaron... Pero yo pondré remedio a este fracaso... Este desengaño me causó gran amargura... Ya veo lo que tengo que hacer... Sólo puedo con­tar con los que fueren formados por mí... Por eso, volveré a las fal­das del monte... Reuniré a muchos niños; me haré amar de ellos; los adiestraré para que sepan soportar sin desmayo pruebas y sacri­ficios... Me obedecerán de buena gana... subiremos juntos al monte del Señor.
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Y dirigiéndose de una manera especial a los que estaban allí congregados, les aseguró que había puesto en ellos sus esperan­zas y durante un buen espacio de tiempo, les estuvo animando con palabra encendida, a que fuesen fieles a su vocación, en vis­ta de las incontables gracias que la Virgen les concedería y del premio seguro que el Señor les tenía preparado.

Entre aquellos jóvenes que habían respondido prontamente y con devoto entusiasmo a la llamada de [San] Juan Don Bosco, estaba el diácono José Bongiovanni, el promotor de la Compañía de la Inmacu­lada, fundador y presidente de la Compañía del Santísimo Sa­cramento y del Clero Infantil, que fue ordenado sacerdote en las témporas del 20 de diciembre de aquel año.
ASISTENCIA A UN NIÑO MORIBUNDO

SUEÑO 42.AÑO DE 1862.

(M. B. Tomo Vil, págs. 345-346)

He aquí el relato que nos legó en su crónica el joven Jeróni­mo Sutil. «El sábado, 20 de diciembre, [San] Juan Don Bosco, después de las oraciones de costumbre, dijo a los jóvenes estas precisas pa­labras:

Para la fiesta de Navidad, uno de nosotros irá al Paraíso.

La enfermería estaba completamente vacía y cada uno de los presentes pensaba con cierta inquietud en sus asuntos particulares. El domingo 21 transcurrió sin novedad alguna; la enfermería conti­nuaba vacía; muchos fueron a visitarla para asegurarse de ello. Por la noche, en el teatro se representaba el drama "Cosme II visitando las cárceles".

El día 22, después de la función de iglesia, celebrábase la Nove­na de Navidad; José Blangino, ejemplar alumno de diez años, natu­ral de San Albano, comenzó a sentirse mal y marchó a la enfermería. En pocas horas el mal se agravó y el médico perdió toda esperanza de curación».
Don Francisco Provera continúa en su crónica: «La noche del 23 de diciembre se le administró el Santo Viático al jovencito Blangino. Hacia las diez [San] Juan Don Bosco estaba en la enfermería y ha­blaba del peligro de muerte en que se encuentra el enfermito. [Beato] Miguel  Don Rúa dijo:

Si [San] Juan Don Bosco quiere que yo pase aquí la noche, por si el en­fermo necesita los últimos auxilios de la Religión, estoy dispuesto a hacerlo.

-—No es necesario replicó [San] Juan Don Bosco—; hasta las dos de la noche no habrá peligro; vete a dormir tranquilo, deja ordenado que a esa hora te vayan a llamar, pues entonces deberás estar aquí.

En efecto, a la hora indicada, el jovencito recibió la Extremaun­ción y media hora después había entregado su alma a Dios».
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Por la mañana [San] Juan Don Bosco contó que la noche precedente había soñado con Blangino, al cual había visto moribundo. He aquí sus palabras:

«Soñé que el Prefecto Don Alasonatti estaba arrodillado rezan­do; mi madre, muerta hacía seis años y yo, asistíamos al enfermo. Ella estaba arreglando algunas cosas alrededor de la cama y yo esta­ba sentado a cierta distancia del paciente. Mi madre se acercó al le­cho y dijo:

—Está muerto.

—¿Está muerto?, —pregunté yo—.

—Sí, está muerto.

—Mirad a ver qué hora es.

—Pronto serán las tres.

Don Alasonatti entretanto exclamó:

—¡Oh! Quisiera el Señor que todos nuestros jóvenes tuviesen una muerte tranquila.

Después de esto me desperté. Seguidamente sentí un golpe fortísimo, como si alguien golpease en la pared. Inmediatamente excla­mé:

—Blangino parte ahora para la eternidad.

Abro los ojos para comprobar si había luz; pero no vi nada. Recé entonces el De profundis, persuadido de que el joven había muerto, y mientras lo rezaba oí que sonaban en el reloj las dos y media».
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En la noche de Navidad un número muy consolador de comu­niones sufragaba el alma del querido difunto y los jóvenes, como sucedía en casos semejantes, se estrechaban cada vez más alrede­dor de [San] Juan Don Bosco.

He aquí lo que dicen las crónicas sobre el joven Jerónimo Su­til, que nos legó la primera parte de este relato:

«Vino también a buscar refugio en el Oratorio el joven y buen músico Jerónimo Sutil, que era buscado en Venecia por la poli­cía por haber pronunciado algunas palabras imprudentes. Este tal se aficionó a [San] Juan Don Bosco y durante muchos años alegró la vida del Oratorio con sus canciones venecianas, y habiendo mar­chado a Francia, regresó después a Valdocco. Vivió siempre como fervoroso cristiano».

EL ELEFANTE BLANCO

SUEÑO 43.AÑO DE 1863.

(M. B. Tomo Vil, págs. 356-360)

No habiendo podido dar [San] Juan Don Bosco el aguinaldo el ultimo día del año a todos ¡os alumnos, por no encontrarse en casa, al regresar de Borgo Cornalese, el día cuatro de enero, que era do­mingo, les prometió que se lo daría en la noche de la fiesta de la Epifanía.

Era, pues, el 6 de enero de 1863 y todos los jóvenes, artesa­nos y estudiantes, reunidos en el mismo lugar, esperaban con ansiedad el suspirado aguinaldo.

Rezadas las oraciones, el buen padre subió a su tribuna y co­menzó a decir así:

«Esta es la noche del aguinaldo. Todos los años cuando se aproximan las fiestas de Navidad suelo dirigir al Señor oraciones especiales, para que me inspire algún aguinaldo, que pueda ser­vir para vuestro bien espiritual.

Pero este año he redoblado mis súplicas, puesto que el núme­ro de los jóvenes que me escuchan es mucho mayor. Pasó, sin embargo, el último día del año, llegó el jueves, el viernes y... nada de nuevo. En la noche del viernes fui a acostarme, cansado de las fatigas del día, pero no pude pegar un ojo en toda ella, de forma que por la mañana me encontraba medio muerto de can­sancio. No perdí la serenidad por eso, antes bien, me alegré, pues sabía que cuando el Señor me va a manifestar algo, suelo pasar muy mal la noche precedente.

Continué mis ocupaciones en Borgo Cornalese y en la noche del sábado llegué entre vosotros. Después de confesar me fui a dormir, y debido al cansancio motivado por las pláticas y por las confesiones de Borgo y por lo poquísimo que había descansado las noches precedentes, me quedé dormido. Y aquí comienza el sueño que me ha de servir para daros el aguinaldo.
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Mis queridos jóvenes: Soñé que era día festivo, la hora del recreo después del almuerzo y que se divertían de mil maneras. Me pareció encontrarme en mi habitación con el caballero Vallauri, pro­fesor de bellas letras. Habíamos hablado de algunos temas literarios y de otras cosas relacionadas con la religión; de pronto oigo a la puerta el tac-tac de alguien que llama.

Corro a abrir; era mi madre, muerta hacía seis años, que me dice asustada:

—Ven a ver, ven a ver.

—¿Qué hay?, —le pregunté—.

Sin más me condujo al balcón y he aquí que veo en el patio en medio de los jóvenes un elefante de colosal tamaño.

—Pero ¿cómo puede ser eso?, —exclamé—. ¡Vamos, vamos!

Y lleno de pavor miraba al caballero Vallauri y éste a mí como si nos preguntásemos la causa de la presencia de aquella bestia desco­munal en medio de los muchachos. Sin pérdida de tiempo bajamos los tres al patio.

Muchos de Vosotros, como es natural, se habían acercado a ver al elefante. Este parecía de índole dócil; se divertía correteando con los jóvenes; los acariciaba con la trompa; era tan inteligente, que obe­decía los mandatos de sus pequeños amigos como si hubiera sido amaestrado y domesticado en el Oratorio desde sus primeros años, de forma que numerosos jóvenes le acariciaban con toda confianza y le seguían por doquier. Mas no todos estaban alrededor de aquella bestia. Pronto vi que la mayor parte huían asustados de una parte a otra buscando un lugar de refugio, y que al fin entraban en la iglesia.

Yo también intenté penetrar en ella por la puerta que comunica con el patio, pero al pasar junto a la estatua de la Virgen, colocada cerca de la bomba, toqué la extremidad del manto de Nuestra Seño­ra como para invocar su patrocinio, y entonces Ella levantó el brazo derecho. Vallauri quiso imitarme haciendo lo mismo por la otra par­te y la Virgen levantó el brazo izquierdo.

Yo estaba sorprendido sin saber explicarme un hecho tan extraño.

Llegó entretanto la hora de las funciones sagradas y Vosotros se dirigieron todos a la iglesia. También yo entré en ella y vi al elefante de pie al fondo del templo cerca de la puerta.

Se cantaron las Vísperas y después de la plática me dirigí al altar acompañado de Don Alasonatti y de Don Savio para dar la bendi­ción con el Santísimo Sacramento. Pero en el momento solemne en el que todos estaban profundamente inclinados para adorar al Santo de los Santos, vi, siempre al fondo de la iglesia en el centro del pasi­llo, entre las dos hileras de los bancos, al elefante arrodillado e incli­nado, pero en sentido inverso, esto es, con la trompa y los colmillos vueltos en dirección a la puerta principal.

Terminada la función, quise salir inmediatamente al patio para ver lo que sucedía; pero como tuve que atender en la sacristía a al­guien que me quería comunicar una noticia, hube de detenerme un poco.

Mas he aquí que poco después me encuentro bajo los pórticos mientras ustedes reanudaban en el patio sus juegos. El elefante, al salir de la iglesia, se dirigió al segundo patio, alrededor del cual es­tán los edificios en obra. Tengan presente esta circunstancia, pues en aquel patio tuvo lugar la escena desagradable que voy a contarles seguidamente.

De pronto vi aparecer allá al final del patio un estandarte en el que se veía escrito, con caracteres cubitales: Sancta María, succurre míseris. Los jóvenes formaban detrás procesionalmente. Cuan­do de repente y sin que nadie lo esperara, vi al elefante que al principio parecía tan manso, arrojarse contra los circunstantes dan­do furiosos mugidos y cogiendo con la trompa a los que estaban más próximos a él, los levantaba en alto, los arrojaba al suelo, piso­teándolos y haciendo un estrago horrible. Mas a pesar de ello, los que habían sido maltratados de esa manera no morían, sino que quedaban en estado de poder sanar de las heridas espantosas que les produjeran las acometidas de la bestia.

La dispersión entonces fue general: unos gritaban; otros llora­ban; otros, al verse heridos pedían auxilio a los compañeros, mien­tras, cosa verdaderamente incalificable, algunos jóvenes a los que la bestia no había hecho daño alguno, en lugar de ayudar y socorrer a los heridos, hacían un pacto con el elefante para proporcionarle nuevas víctimas.

Mientras sucedían estas cosas (yo me encontraba en el segundo arco del pórtico junto a la bomba), aquella estatuita que ven allá ([San] Juan Don Bosco indicaba la estatua de la Santísima Virgen) se animó y aumentó de tamaño; se convirtió en una persona de elevada estatu­ra, levantó los brazos y abrió el manto, en el cual se veían bordadas, con exquisito arte, numerosas inscripciones. El manto alcanzó tales proporciones que llegó a cubrir a todos los que acudían a guarnecerse debajo de él: allí todos se encontraban seguros. Los primeros en acudir a tal refugio fueron los jóvenes más buenos, que formaban un grupo escogido, pero al ver la Santísima Virgen que muchos no se apresuraban a acudir a Ella, les gritaba en alta voz:

—Venite ad me omnes!

Y he aquí que la muchedumbre de los jóvenes seguía afluyendo al amparo de aquel manto, que se extendía cada vez más y más.

Algunos, en cambio, en vez de acogerse a él, corrían de una parte otra, resultando heridos antes de ponerse en seguro. La Santí­sima Virgen, angustiada, con el rostro encendido, continuaba gritan­do, pero cada vez eran más raros los que acudían a Ella.

El elefante proseguía causando estragos, y algunos jóvenes, ma­nejando una y dos espadas, situándose en una y otra parte, dificulta­ban a los compañeros que se encontraban en el patio, amenazándolos o impidiéndoles que acudiesen a María. A los de las espadas el elefante no les molestaba lo más mínimo.

Algunos de los muchachos que se habían refugiado cerca de la Virgen animados por Ella comenzaron a hacer frecuentes correrías; y en sus salidas conseguían arrebatar al elefante alguna presa, y trasportaban al herido bajo el manto de la estatua misteriosa, que­dando los tales inmediatamente sanos. Después, los emisarios de María volvían a emprender nuevas conquistas. Varios de ellos, armados con palos, alejaban a la bestia de sus víctimas, manteniendo a raya a los cómplices de la misma. Y no cesaron en su empeño aun a costa de la propia vida, consiguiendo poner a salvo a casi to­dos.

El patio aparecía ya desierto. Algunos muchachos estaban tendi­dos en el suelo, casi muertos. Hacia una parte, junto a los pórticos, se veía una multitud de jóvenes bajo el manto de la Virgen. En otra, a cierta distancia, estaba el elefante con diez o doce muchachos que le habían ayudado en su labor destructora, esgrimiendo aún insolente­mente en tono amenazador sus espadas. Cuando he aquí que el ani­mal, irguiéndose sobre las patas posteriores, se convirtió en un horrible fantasma de largos cuernos; y tomando un amplio manto negro o una red, envolvió en ella a aquellos miserables que le habían ayudado, dando al mismo tiempo un tremendo rugido. Seguidamente los envolvió a todos en una espesa humareda y abriéndose la tierra bajo sus pies desaparecieron con el monstruo.

Al finalizar esta horrible escena miré a mi alrededor para decir algo a mi madre y al caballero Vallauri, pero no los vi.
Me volví entonces a María, deseoso de leer las inscripciones bor­dadas en su manto, y vi que algunas estaban tomadas literalmente de las Sagradas Escrituras, y otras un poco modificadas. Leí estas entre otras muchas:

Qui elucidant me, vitam aetemam habebunt: qui me invenerit, inveniet vitam; si quis est parvulus veniat ad me; refugium peccatorum; salus credentium; plena omnis pietatis, mansetúdinis et misericordiae. Beati qui custodiunt vias meas.

Tras la desaparición del elefante todo quedó tranquilo. La Vir­gen parecía como cansada por su mucho gritar. Después de un bre­ve silencio dirigió a los jóvenes la palabra, diciéndoles bellas frases de consuelo y de esperanza; repitiendo la misma sentencia que ven bajo aquel nicho, mandadas escribir por mí: Qui elucidant me, vitam aetemam habebunt. Después dijo:

—Vosotros que habéis escuchado mi voz y han escapado de los es­tragos del demonio, han visto y podido observar a sus compañeros pervertidos. ¿Quieren saber cuál fue la causa de su perdición? Sunt colloquia prava: las malas conversaciones contra la pureza, las ma­las acciones a que se entregaron después de las conversaciones inconvenientes. Vieron también a sus compañeros armados de espadas: son los que procuran su ruina alejándolos de Mí; los que fueron la causa de la perdición de muchos de sus condiscípulos. Pero quos diutius expectat durius damnat. Aquellos a los cuales espera Dios durante más largo tiempo, son después más severa­mente castigados; y aquel demonio infernal, después de envolverlos en sus redes, los llevó consigo a la perdición eterna. Ahora ustedes, márchense tranquilos, pero no olviden mis palabras: Huyan de los compañeros que son amigos de Satanás; eviten las conversaciones malas, especialmente contra la pureza; pongan en Mí una ilimitada confianza, y mi manto les servirá siempre de refugio seguro.

Dichas estas y otras palabras semejantes, se esfumó y nada que­dó en el lugar que antes ocupara, a excepción de nuestra querida estatuita.

Entonces vi aparecer nuevamente a mi difunta madre; otra vez se alzó el estandarte con la inscripción: Sancta María, succurre míseris. Todos los jóvenes se colocaron en orden detrás de él y así procesionalmente dispuestos, entonaron la loa: Alaba a María ¡oh, lengua fiel!

Pero pronto el canto comenzó a decaer; después desapareció todo aquel espectáculo y yo me desperté completamente bañado en sudor. Esto es cuanto soñé.
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«¡Oh hijos míos! Deduzcan ustedes mismos el aguinaldo: los que estaban bajo el manto, los que fueron arrojados por los ai­res, los que manejaban la espada se darán cuenta de su situación si examinan sus conciencias. Yo solamente les repetiré las pala­bras de la Santísima Virgen: Venite ad me, omnes. recurrid to­dos a Ella; en toda suerte de peligros invoquen a María, y les aseguro que serán escuchados. Por lo demás, los que fueron tan cruelmente maltratados por la bestia, hagan el propósito de huir de las malas conversaciones, de los malos compañeros; y los que pretendían alejar a los demás de María, que cambien de vida o que abandonen esta casa. Quien desee saber el lugar que ocupaba en el sueño, que venga a verme a mi habitación y yo se lo diré. Pero lo repito: los ministros de Satanás, que cambien de vida o que se marchen. ¡Buenas noches!»

Estas palabras fueron pronunciadas por [San] Juan Don Bosco con tal unción y con tal emoción, que los jóvenes, pensando en el sue­ño, no le dejaron en paz durante más de una semana. Por las mañanas las confesiones fueron numerosísimas y después del de­sayuno un buen número se entrevistó con el siervo de Dios, para preguntarle qué lugar ocupaba en el sueño misterioso.

Que no se trataba de un sueño, sino más bien de una visión, lo había afirmado indirectamente [San] Juan Don Bosco mismo, al decir: «Cuando el Señor quiere manifestarme algo, paso..., etc.... Suelo elevar a Dios especiales plegarias, para que me ilumine...»

Y después, al prohibir que se bromease sobre el tema de esta narración.

Pero aún hay más.

En esta ocasión el mismo siervo de Dios escribió en un papel los nombres de los alumnos que en el sueño había visto heridos, de los que manejaban la espada y de los que esgrimían dos; y en­señó la lista a Don Celestino Durando, encargándole de vigilar­los. Don Durando nos proporcionó dicha lista, que tenemos ante la vista, los heridos son 13, a saber: los que probablemente no se refugiaron bajo el manto de la Virgen; los que manejaban una espada eran 17; los que esgrimían dos, se reducían a tres. Una nota al lado de un nombre indica un cambio de conducta. He­mos de observar también que el sueño, como veremos más adelante, no se refería solamente al tiempo presente, sino también al futuro.

Sobre la realidad del sueño, los mismos jóvenes fueron los me­jores testigos. Uno de ellos decía: «No creía que [San] Juan Don Bosco me co­nociese tan bien; me ha manifestado el estado de mi alma, y las tentaciones a que estoy sometido, con tal precisión, que nada po­dría añadir».

A otros dos jóvenes, a los cuales [San] Juan Don Bosco aseguraba haberlos visto con la espada, se les oyó exclamar: «¡Ah, sí, es cierto; hace tiem­po que nos hemos dado cuenta de ello; lo sabíamos!» Y cambiaron de conducta.

Un día, después del desayuno, hablaba de su sueño y tras ha­ber manifestado que algunos jóvenes se habían marchado y otros tendrían que hacerlo, para alejar las espadas de la casa, comen­zó a comentar la astucia de los tales, como él la llamaba; y a pro­pósito de ello refirió el siguiente hecho:

Un joven escribió hace poco tiempo a su casa endosando a las personas más dignas del Oratorio, como superiores y sacerdo­tes, graves calumnias e insultos. Temiendo que [San] Juan Don Bosco pu­diese leer aquella carta, estudió y encontró la manera de que llegase a manos de sus parientes sin que nadie lo pudiese impe­dir. Después del desayuno lo llamé; se presentó en mi habitación y tras de hacerle recapacitar sobre su falta, le pregunté el motivo que le había inducido a escribir tantas mentiras. El negó descara­damente el hecho; yo le dejé hablar, después, comenzando por la primera palabra, le repetí toda la carta.

Confundido y asustado, se arrojó llorando a mis pies, dicien­do:

Entonces ¿mi carta no ha salido?

—Sí, —le respondí—; a esta hora está en tu casa; debes pen­sar en la reparación.

Algunos preguntaron al [Santo] cómo lo había sabido; pero [San] Juan Don Bosco respondió sonriendo con una evasiva.

He aquí lo que nos dicen las Memorias Biográficas sobre uno de los personajes que intervienen en este sueño: el caballero Vallauri:

Otro personaje celoso, defensor de los propios méritos, inca­paz de admitir opiniones contrarias a las suyas, era el célebre To­más Vallauri, doctor en Bellas letras. Pariente del difunto médico Vallauri, había conocido en el domicilio de este a [San] Juan Don Bosco.

El profesor había hecho públicas algunas ideas propias, algún juicio, sobre los autores latino-cristianos, injuriándoles al asegu­rar que, siendo la finalidad de los mismos la enseñanza y defen­sa de la religión, habían descuidado e incluso adulterado la lengua. Este artículo cayó en manos de [San] Juan Don Bosco, el cual estu­dió la manera de rectificar el criterio de su autor. La ocasión no se hizo esperar, habiendo venido el profesor Vallauri a visitarle, el [Santo] comenzó a hablarle en estos términos:

Me satisface grandemente el haber llegado a conocer un es­critor, cuyo nombre es famoso ya en toda Europa y que honra tanto a la Iglesia con sus obras.

Vallauri, observando la mirada bonachona de [San] Juan Don Bosco, le interrumpió diciéndole:

¿Quiere acaso darme un zurriagazo?

Mire, señor profesor -—continuó [San] Juan Don Bosco-—, basándome en su criterio, quiero manifestarle simplemente mi pensamiento: Vos sostenéis que ¡os autores latino-cristianos no escribieron con elegancia sus obras; mientras que a San Jerónimo se le com­para por su modo de escribir con Tito Livio, a Lactancio con Ci­cerón y a otros con Salustio y con Tácito. [San] Juan Don Bosco no añadió más: Vallauri reflexionó un poco y después añadió:

—[San] Juan Don Bosco, tiene razón; dígame qué es lo que debo corregir; obedeceré ciegamente. Es la primera vez que someto mi juicio al de otro.

Y desde aquel día solía repetir al hablar de [San] Juan Don Bosco:

¡Estos son los sacerdotes que me agradan! ¡Gente sincera!

EL BOLSO DE LA VIRGEN

SUEÑO 44.AÑO DE 1863.

(M. B. Tomo Vil, págs. 472-473)

En la mente y en el corazón de [San] Juan Don Bosco ocupaba siempre un lugar de preferencia la figura amabilísima de la Santísima Virgen.
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Una noche de los primeros días de julio, el [Santo] decía a sus oyentes que había tenido un sueño en el que había visto a una persona (y parece que fuese la Virgen) que pasaba entre los jóvenes a los que presentaba un bolso ricamente bordado, para que cada uno sacase a suerte un billetito de los muchos que había en el inte­rior del mismo.
[San] Juan Don Bosco se puso al lado de la aparición. A medida que los jó­venes iban sacando los papelitos, el [Santo] iba anotando la frase o palabras en cada uno de ellos escrita. Terminó su breve rela­to añadiendo que todos sacaron su billete, a excepción de un joven que permaneció apartado de los demás, y como [San] Juan Don Bosco hubiese querido ver lo que había escrito en el papelito correspondiente al tal que había quedado en el fondo del bolso, leyó esta palabra: Muerte.
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Después del relato invitó a cada uno de los muchachos a que se presentasen a él para comunicarles lo que había escrito en sus respectivos billetes. Los alumnos eran en casa unos 700 y a cada uno les fue diciendo una palabra ó una frase profética o de con­sejo, variadísima y adaptada a las propias necesidades espiritua­les. Y lo más sorprendente es, que después de muchos años se recordaba de cuanto había dicho a cada uno de los jóvenes.

Don Sebastián Mussetti, de la Colegiata de Carmagnola, a la sazón jovencito del Oratorio, supo de labios de [San] Juan Don Bosco que en su billete se hallaba escrita esta palabra: Constancia.

Habiéndose encontrado con el [Santo] después de muchos años, oyó que Don Bosco le decía en tono solemne:

~¡Qh! Recuérdate: ¡Constancia!

Pero aún hay más, asegura el Canónigo. Un grupo de jóvenes se puso en guardia llevando nota de cuantos se presentaban a [San] Juan Don Bosco para preguntarle sobre el contenido del propio billetito, y no hubo nada más que uno que no lo hiciera. Este tal fue un joven de Ivrea que terminaba aquel año los estudios de bachi­llerato.
UNA MUERTE PROFETIZADA

SUEÑO 45.AÑO DE 1863.

(M. B. Tomo Vil, pág. 550)

Copiamos de la crónica de Don Ruffino:

«El 1 de noviembre, por la noche, [San] Juan Don Bosco contó a los jó­venes de una manera un tanto jocosa, un breve sueño que había tenido, con estas palabras:
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No sé si fue motivado por el pensamiento de la festividad de los Santos y de la conmemoración de los fieles difuntos, lo cierto es que la noche pasada soñé que se había muerto un joven y que yo lo acompañaba a la sepultura.

No les quiero decir con esto que alguno de Vosotros debáis morir inmediatamente; pero puedo asegurar que he tenido varios de estos sueños y todos se han realizado..
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Dos días después [San] Juan Don Bosco volvió a hablar sobre la muerte y dijo:

Nosotros estamos acostumbrados a hacer un poco de bien y a preparar un fondo de oraciones en favor de aquel que muera primero en la casa. También ahora debemos hacer lo mismo. No quiero decir que en breve tendremos que lamentar el paso a la eterni­dad del que deba gozar de este depósito espiritual, pero más tar­de esto tendrá que suceder. Por eso, al tal, preparémosle un capital que produzca mucho fruto.

El que se quede en este mundo se alegrará de permanecer entre los vivos; y el que muera se sentirá contento de encontrar­se con los sufragios preparados de antemano».

«[San] Juan Don Bosco continúa la crónica de Don Ruffinopropo­nía a los jovencitos todas las noches una florecilia para practicar. La primera en aquella ocasión fue el sufragar a las almas del Purgatorio.

El 25 de noviembre había muerto en el Colegio de Mirabello el joven Antonio Boriglione, de oficio zapatero, de dieciocho años de edad, el cual había sido enviado desde el Oratorio a Mirabello para que se restableciese en su quebrantada salud y para que al mismo tiempo se ocupase de algún trabajo manual.

[San] Juan Don Bosco aseguró públicamente que no era Boriglione al que había hecho referencia en el sueño y que el que tendría que morir según había indicado a principios de noviembre en su rela­to, estaba ya avisado, al menos de una manera  indirecta, de que se preparase».

La crónica de Don Ruffino continúa en otro lugar:

«Hasta hoy no supimos en el Oratorio la muerte de Luis Prete, natural de Agliano, a la edad de veinte años. Desde hacía al­gún tiempo se encontraba enfermo en su casa. Pasó a la eternidad el cinco de diciembre.

Al comunicar la infausta nueva a la comunidad, [San] juan Don Bosco dijo:

¿No será el joven Prete el indicado en el sueño? Ni lo afir­mo ni lo niego. Lo único que les aseguro es que en esta casa los muchachos mueren de dos en dos; lo que no quiere decir que ahora vaya a suceder lo mismo, pero sí hemos de admitir que así ha sucedido siempre. Cuando fallece un alumno, a los quince o veinte días se nos va a la eternidad otro. Ahora veremos si suce­de lo mismo.

Tal vez este segundo joven fue Francisco Besucco, que falle­ció santamente el 9 de enero de 1864».

EL FOSO Y LA SERPIENTE

SUEÑO 46.AÑO DE 1863.

(M. B. Tomo Vil, págs. 550-551)

En la noche del 13 de noviembre [San] Juan Don Bosco habló así: » Ayer por la mañana hicimos el Ejercicio de la Buena Muerte. Durante todo el día estuve obsesionado por la idea del buen fruto producido por semejante práctica. Mas temo que alguno de Vosotros no lo haya hecho bien; esta noche pasada tuve un sueño que les voy a contar:
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Me encontraba en el patio con todos los jóvenes de la casa, que se entretenían en saltar y correr por él. Salimos del Oratorio para ir de paseo y después de algún tiempo nos detuvimos en un prado. En él los muchachos reanudaron sus juegos y cada uno iba en compe­tencia con los demás para ver quién era el que más saltaba; cuando descubrí en medio del prado un pozo sin brocal. Me acerco para examinarlo y asegurarme de que no ofrecía peligro alguno, cuando veo en el fondo una horrible serpiente. Su grosor era como el de un caballo, mejor dicho, como el de un elefante; su cuerpo informe y todo recubierto de manchas amarillentas. Inmediatamente me retiré lleno de horror y comencé a observar a los jóvenes que en buen nú­mero habían comenzado a saltar de una a otra parte del pozo y ¡cosa extraña!, sin que me viniese a la mente la idea de prohibírselo o de avisarles del peligro a que se exponían. Vi a algunos pequeños tan ágiles que lo saltaban sin dificultad alguna. Otros, mayores, como eran más pesados, iniciaban el salto con mayor brío, pero alcanza­ban menor altura y a veces iban a caer en el mismo borde; y he aquí que entonces asomaba y volvía a desaparecer la cabeza de serpiente de aquel horrible monstruo mordiendo a unos en un pie, a otros en una pierna, a otros en diversos miembros del cuerpo. A pesar de esto, aquellos incautos eran tan temerarios que seguían saltando sin parar, no quedando nunca ilesos. Entonces un joven me dijo, señalan­do a un compañero:

—Mira, este saltará una vez y lo hará mal; saltará la segunda y se quedará ahí.

Me daba lástima entretanto ver a muchos jóvenes tendidos por los suelos, este con una llaga en una pierna, aquél con un brazo malherido y otro con la misma dolencia en el corazón. Yo les pre­gunté:

—¿Por qué corrían a saltar sobre aquel pozo exponiéndose a tan gran peligro? ¿Por qué después de haber sido mordidos una y otra vez volvían a repetir ese juego funesto?

Y ellos respondieron mientras suspiraban:

—No estamos todavía acostumbrados a saltar.

Y yo:

—No había necesidad alguna de hacerlo.

Y ellos replicaron:

—¿Qué quieres? No estamos acostumbrados. No creíamos que íbamos a padecer este mal.

Pero entre todos me llamó la atención uno que me hizo temblar de horror: era el que me había sido señalado. Intento saltar y cayó dentro del pozo. Después de unos instantes el monstruo lo escupió fuera, negro como el carbón, pero aun no estaba muerto, pues con­tinuaba hablando. Yo y otros estábamos allí haciéndole preguntas mientras temblábamos de espanto.
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Hasta aquí Don Ruffino, cuya crónica no añade más sobre el parti­cular.

Nada dice sobre la interpretación del sueño ni de los avisos da­dos por [San] Juan Don Bosco a buen seguro a los jóvenes en general y a al­gunos en particular, avisos tanto más necesarios cuanto que comenzaba el curso. Y ¿qué diremos nosotros? ¿Nos aventurare­mos a dar una explicación? Añade Don Lemoyne—.

El pozo es el mismo lugar al que el libro de los Proverbios denomina: Fovea profunda, puteus angustus y que termina en puteum interitus, como asegura el Salmo LIV. Fosa profun­da, pozo estrecho, pozo de perdición. En él el demonio de la im­pureza, como explica San Jerónimo en la Homilía XI in Corinthios.

En el sueño no parece que se trate de almas esclavas ya del pe­cado, sino de las que se exponen al peligro de cometerlo. Comienza con la bagatela y con la alegría de una recreación, pero pronto cambia la escena.

Los pequeños saltan sin dificultad y con toda seguridad, por­que en ellos aún no están vivas las pasiones, nada entienden del mal, la diversión absorbe todos sus pensamientos y el Ángel del Señor protege su inocencia y sencillez. Pero no se dice que vol­vieran a saltar, pues tal vez oyeron sumisos el aviso de un amigo. Los otros jóvenes mayores se disponían también a saltar. No tenían experiencia. No eran ágiles como los pequeños; sentían el peso de las primeras luchas para conservar la virtud: la serpiente está escondida. Parece que se preguntaran: ¿acaso existe un peli­gra mortal en pretender saltar el pozo? Y sin más, comienzan a saltar. Un primer brinco consiste en contraer ciertas amistades particulares; en aceptar un libro no aprobado por la censura; en dar cabida en el corazón a un afecto demasiado vehemente. Es un salto, acostumbrarse a ciertos tratos demasiado libres; el ale­jarse de los buenos compañeros; el faltar a ciertas reglas o avisos a los que los superiores conceden mucha importancia para las buenas costumbres.

Pero el primer salto ocasiona la primera herida de la serpien­te venenosa. Algunos saltan incólumes, y adoctrinados por la prudencia no repetían la prueba; pero había también quienes, des­preciando el peligro, volvían a afrontarlo, para su daño, de una ma­nera temeraria.

El que cayó en el pozo y fue arrojado fuera, parece simbolizar la caída en pecado mortal, quedando la esperanza de volver á sanar mediante los Sacramentos.

Del que queda en el pozo sólo hay que decir: qui amat periculum in illo peribit.

LOS CUERVOS Y LOS NIÑOS

SUEÑO 47.AÑO DE 1864.

(M. B. Tomo Vil, págs. 649-650)

Cuenta la Crónica de Don Ruffino:

«El día 14 de abril, [San] Juan Don Bosco habló por la noche a los estu­diantes y, al día siguiente, a los artesanos, también después de las oraciones.

Relató en tal ocasión los dos sueños siguientes que tuvo, el uno antes y el otro después de los Ejercicios Espirituales. Asegu­raba el [Santo] que aquellos sueños le produjeron un pro­fundo terror.
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Érala noche precedente a la Dominica in Albis, y me pareció encontrarme en el balcón de mi habitación viendo cómo los jóvenes se divertían. Cuando he aquí que veo aparecer un enorme lienzo blanco que cubría todo el patio, debajo del cual los jóvenes conti­nuaban sus juegos. Mientras contemplaba aquella escena, veo una gran cantidad de cuervos que comenzaron a volar sobre el lienzo, a girar por una parte y por otra hasta que introduciéndose por la ex­tremidad del mismo, se arrojaron sobre los muchachos para picar­les.

El espectáculo que se ofreció a mi vista fue desolador: a unos les sacaban los ojos; a otros les picaban la lengua, haciéndosela mil pe­dazos; a éste le daban picotazos en la frente y a aquel otro le herían el corazón. Pero, lo que más admiración causaba, era, como yo me decía a mí mismo, que ninguno de los jóvenes gritaba o se lamenta­ba, sino que todos permanecían indiferentes, como insensibles, sin intentar siquiera defenderse.

—¿Estoy soñando —me decía a mí mismo— o estoy despierto? ¿Es posible que éstos se dejen herir sin lanzar un grito de dolor?

Pero al rato sentí un clamor general y después veo a los heridos que comienzan a agitarse, que gritan, que haciendo gran ruido se separan los unos de los otros. Maravillado ante aquel espectáculo, comencé a pensar en el significado de cuanto veía.

—Tal vez, —pensaba entre mí— como es el sábado in Albis, el Señor me quiere dar a entender su deseo de cubrirnos a todos con su gracia. Esos cuervos serán los demonios que asaltan a los jóvenes.

Pero, cuál no sería mi sorpresa, al comprobar que el lunes dis­minuían las Comuniones, el martes mucho más y el miércoles de una manera alarmante; hasta el punto de que, mediada la Misa, ya había terminado de confesar.

Nada quise decir, pues estando próximos los Ejercicios Espiritua­les esperaba que todo quedaría solucionado.

Ayer, 13 de abril, tuve otro sueño. A lo largo del día había esta­do confesando; por tanto, mi imaginación estaba ocupada con el pensamiento de las almas de los jóvenes, como lo está casi siempre. Por la noche fui a descansar, pero no podía lograrlo; estaba medio dormido, medio despierto, hasta que al fin me quede dormido.

Entonces, me pareció encontrarme otra vez en el balcón si­guiendo con la vista el recreo de los jóvenes.

Vi a todos aquellos que habían sido heridos por los cuervos y los observé atentamente. Más, de pronto, apareció un personaje con un vasito lleno de un bálsamo en una mano. Iba acompañado de otro que llevaba un pañito. Ambos se dedicaron a curar las heridas de los jó­venes, las cuales, al contacto con el bálsamo, quedaban inmediatamen­te cicatrizadas. Hubo, sin embargo, algunos que al ver a aquellos dos personajes acercarse, se apartaron de ellos y no quisieron ser curados. Y, lo que más me desagradó, fue que los tales formaban un número bastante respetable. Me preocupé de escribir sus nombre en un trozo de papel, pues los conocía a todos, pero mientras lo hacía me desperté y me encontré sin el papel.
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Con todo, hice un esfuerzo para retenerlos en la memoria, y al presente los recuerdo a casi todos. Tal vez me podría olvidar de alguno, pero creo que serían contados. A hora iré hablando, poco a poco, con los interesados y procuraré inducirles a sanar de sus heridas.

Denle la importancia que queráis a este sueño; lo que les puedo asegurar es que si le prestan plena fe no causarán perjui­cio alguno a sus almas.

Les recomiendo encarecidamente que estas cosas no salgan del Oratorio.

Yo se lo cuento todo, pero deseo que todo permanezca en casa.

El Cronista no hace comentario alguno sobre este sueño, ni ofrece ninguna otra explicación, tal vez considerando que las pala­bras del relato expuesto por [San] Juan Don Bosco ofrecen ya en sí una inter­pretación.

LAS DIEZ COLINAS

SUEÑO 48.AÑO DE 1864.

(M. B. Tomo VIl, págs. 796-800)

Se lee en el Libro de San Daniel Profeta escribe Don Lemoyneen el Capítulo I, versículo 17, que cuatro jóvenes de fami­lias nobles que habían sido llevados esclavos de Jerusalén a Babilonia por el Rey Nabucodonosor, como permanecieran fieles a las leyes del Señor, pueris his dedit Deus scientiam et disciplinam in omni libro et sapientia; Danieli autem intelligentiam omnium visionum et somniorum. Daniel recibió de Dios la gracia de saber distinguir los sueños inspirados por el Señor de los que eran accidentales y fortuitos y de conocer lo que Dios quería decirle en ellos.

Tal, y por el mismo motivo, fue, en gran parte al menos, la gracia que el cielo concedió a [San] Juan Don Bosco, con los sueños que hasta aquí hemos narrado; como también evidentemente, según nuestro parecer, con el que seguidamente vamos a exponer y que fue narrado por el [Santo]  en la noche del 22 de octu­bre de 1864.

[San] Juan Don Bosco había soñado la noche precedente. Al mismo tiem­po, un joven llamado C... E..., de Casal Monferrato, tuvo también el mismo sueño, pareciéndole que se encontraba con [San] Juan Don Bosco y que hablaba con él. Al levantarse estaba tan impresionado que fue a contar cuanto había soñado a su profesor, el cual le aconsejó que se entrevistara con el [Santo]. El joven obedeció inmediatamente y se encontró con [San] Juan Don Bosco que bajaba las escaleras en su busca para hacer lo mismo.
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Le pareció encontrarse en un extensísimo valle ocupado por mi­llares y millares de jovencitos; tantos eran, que el [Santo] no creyó nunca hubiese tantos muchachos en el mundo. Entre aquellos jóvenes vio a los que estuvieron y a los que están en la casa y a los que un día estarían en ella. Mezclados con ellos estaban los sacerdotes y los clérigos de la misma.

Una montaña altísima cerraba aquel valle por un lado. Mientras [San] Juan Don Bosco pensaba en lo que haría con aquellos muchachos, una voz le dijo:

---¿Ves aquella montaña? Pues bien, es necesario que tú y los tu­yos ganen su cumbre.

Entonces, él dio orden a todas aquellas turbas de encaminarse al lugar indicado. Los jóvenes se pusieron en marcha y comenzaron a escalar la montaña a toda prisa. Los sacerdotes de la casa corrían delante animando a los muchachos a la subida, levantaban a los caí­dos y cargaban sobre sus espaldas a los que no podían proseguir a causa del cansancio. [San] Juan Don Bosco, con los puños de la sotana vueltos, trabajaba más que ninguno y tomando a los muchachos de dos en dos los lanzaba por el aire en dirección a la montaña, sobre la cual caían de pie, correteando después alegremente por una y otra parte.

Don Cagliero y Don Francesia recorrían las filas gritando:

—¡Animo, adelante! ¡Adelante; ánimo!

En poco más de una hora aquellos numerosos grupos de jóve­nes habían alcanzado la cumbre: [San] Juan Don Bosco también había ganado la meta.

—¿Y ahora qué haremos?— dijo.

Y la voz añadió:

—Debes recorrer con tus jóvenes esas diez colinas que contem­plas delante de tu vista, dispuestas una detrás de otra.

—Pero ¿cómo podremos soportar un viaje tan largo, con tantos jóvenes tan pequeños y tan delicados?

—El que no pueda servirse de sus pies, será transportado —se le respondió—.

Y he aquí que, en efecto, aparece por un extremo de la colina un magnífico carruaje. Tan hermoso era que resultaría imposible el describirlo, pero algo se puede decir. Tenía forma triangular y esta­ba dotado de tres ruedas que se movían en todas direcciones. De los tres ángulos partían tres astas que se unían en un punto sobre el mismo carruaje formando como la techumbre de un emparrado. Sobre el punto de unión se levantaba un magnífico estandarte en el que estaba escrita con caracteres cubitales, esta palabra: INOCENCIA. Una franja corría alrededor de todo el carruaje formando orla y en la cual aparecía la siguiente inscripción: Adjutorio Dei Altissimi Patris et Filii et Spiritus Sancti.

El vehículo, que resplandecía como el oro y que estaba guarneci­do de piedras preciosas, avanzó llegando a colocarse en medio de los jóvenes. Después de recibida una orden, muchos niños subieron a él. Su número era de unos quinientos. ¡Apenas quinientos entre tantos millares y millares de jóvenes, eran inocentes!

Un vez ocupado el carro, [San] Juan Don Bosco pensaba por qué camino habría de dirigirse, cuando vio ante su vista una larga y cómoda sen­da, sembrada al mismo tiempo de espinas. De pronto aparecieron seis jóvenes que habían muerto en el Oratorio, vestidos de blanco y enarbolando una hermosísima bandera en la que se leía: POENUENTIA. Estos fueron a colocarse a la cabeza de todas aquellas falanges de muchachos que habían de continuar el viaje a pie.

Seguidamente se dio la señal de partida. Muchos sacerdotes se lanzaron al varal del carruaje, que comenzó a moverse tirado por ellos. Los seis jóvenes vestidos de blanco les siguieron. Detrás iba toda la muchedumbre de los muchachos. Acompañados de una mú­sica hermosísima indescriptible; los que iban en el carruaje entona­ron el Laúdate, pueri, Dominum.

[San] Juan Don Bosco proseguía su camino como embriagado por aquella melodía de cielo, cuando se le ocurrió mirar hacia atrás para com­probar si todos los jóvenes le seguían. Pero ¡oh doloroso espectácu­lo! Muchos se habían quedado en el valle y otros muchos se habían vuelto atrás. Presa de indecible dolor decidió rehacer el camino ya hecho para persuadir a aquellos insensatos de que continuaran en la empresa y para ayudarlos a seguirlo. Pero se le prohibió terminan­temente.

—Si no les ayudo, estos pobrecitos se perderán— exclamó lleno de dolor.

—Peor para ellos, —le fue respondido—. Fueron llamados como los demás y no quisieron seguirte. Conocen el camino que hay que recorrer y eso basta.

[San] Juan Don Bosco quiso replicar; rogó, insistió, pero todo fue inútil.

—También tú tienes que practicar la obediencia— le dijeron.

Y sin decir más, prosiguió su camino.

Aun no se había rehecho de este dolor, cuando sucedió otro lamentable incidente.

Muchos de los jóvenes que se encontraban en el carruaje, poco a poco, habían caído a tierra. De los quinientos apenas si quedaban ciento cincuenta bajo el estandarte de la inocencia.

A [San] Juan Don Bosco le parecía que el corazón le iba a estallar en el pe­cho por aquella insoportable angustia. Abrigaba, con todo, la espe­ranza de que aquello fuese solamente un sueño; hacía toda clase de esfuerzos para despertarse, pero cada vez se convencía más de que sé trataba de una terrible realidad. Tocaba las palmas y oía el ruido producido por sus manos: gemía y percibía sus gemidos resonando en la habitación; quería disipar aquella terrible pesadilla y no podía.

—¡Ah, mis queridos jóvenes!— exclamó al llegar a este punto de la narración del sueño. Yo he visto y he reconocido a los que se que­daron en el valle; a los que volvieron atrás y a los que cayeron del ca­rruaje. Los reconocí a todos. Pero no duden que haré toda suerte de esfuerzos a mi alcance para salvarlos. Muchos de Vosotros por mí invitados a que se confesaran, no respondieron a mi llamada. Por caridad, salven sus almas.

Muchos de los jovencitos que cayeron del carro fueron a colo­carse poco a poco entre las filas de los que caminaban detrás de la segunda bandera.

Entretanto, la música del coche continuaba, siendo tan dulce, que el dolor de [San] Juan Don Bosco fue desapareciendo.

Habíamos pasado ya siete colinas y al llegar a la octava, la muchedumbre de jóvenes llegó a un bellísimo poblado en el que se tomaron un poco de descanso. Las casas eran de una riqueza y de una belleza indescriptibles.

Al hablar a los jóvenes sobre aquel lugar, exclamó:

—Les diré con Santa Teresa lo que ella afirmó de las cosas del Paraíso: son cosas que si se habla de ellas pierden valor, porque son tan bellas que es inútil esforzarse en describirlas. Por tanto, sólo añadiré que las columnas de aquellas casas parecían de oro, de cris­tal y de diamante al mismo tiempo, de forma que producían una grata impresión, saciaban a la vista e infundían un gozo extraordina­rio. Los campos estaban repletos de árboles en cuyas ramas apare­cían, al mismo tiempo, flores, yemas, frutos maduros y frutos verdes. Era un espectáculo encantador.

Los jovencitos se desparramaron por todas partes; atraídos unos por una cosa, otros por otra, y deseosos al mismo tiempo de probar aquellas frutas.

Fue en este poblado donde el joven de Cásale, del que hemos hablado, se encontró con [San] Juan Don Bosco, entablando con él un prolon­gado diálogo. Ambos recordaban después las preguntas y respuestas de la conversación que habían mantenido. ¡Singular combinación de dos sueños!

[San] Juan Don Bosco experimentó aquí otra extraña sorpresa. Vio de pronto a sus jóvenes como si se hubiesen tornado viejos; sin dien­tes, con el rostro lleno de arrugas, con los cabellos blancos; encor­vados, caminando con dificultad, apoyados en bastones. El siervo de Dios estaba maravillado de aquella metamorfosis, pero la voz le dijo:

—Tú te maravillas; pero has de saber que no hace horas que sa­liste del valle, sino años y años. Ha sido la música la que ha hecho que el camino te pareciera corto. En prueba de lo que te digo, ob­serva tu fisonomía y te convencerás de que te estoy diciendo la ver­dad.

Entonces a [San] Juan Don Bosco le fue presentado un espejo. Se miró en él y comprobó que su aspecto era el de un hombre anciano, de ros­tro cubierto de arrugas y de boca desdentada.

La comitiva, entretanto, volvió a ponerse en marcha y los jóve­nes manifestaban deseos de cuando en cuando de detenerse para contemplar algunas cosas que eran para ellos completamente nue­vas. Pero [San] Juan Don Bosco les decía:

—Adelante, adelante, no necesitamos de nada; no tenemos hambre, no tenemos sed, por tanto, prosigamos adelante.

Al fondo, en la lejanía, sobre la décima colina despuntaba una luz que iba siempre en aumento, como si saliese de una maravillosa puerta. Volvió a oírse nuevamente el canto, tan armonioso, que so­lamente en el Paraíso se puede oír y gustar una cosa igual. No era una música instrumental, sino más bien producida por voces humanas. Era algo imposible de describir, y tanto fue el júbilo que inundó el alma de [San] Juan Don Bosco, que se despertó encontrándose en el lecho.
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He aquí la explicación que el [Santo] hizo del sueño.

El valle es el mundo. La montaña, los obstáculos que impi­den despegarnos de él. El carro, lo entienden. Los grupos de jóve­nes a pie, son los que, perdida la inocencia, se arrepintieron de sus pecados.

[San] Juan Don Bosco añadió también que las diez colinas repre­sentaban los diez Mandamientos de la Ley de Dios, cuya obser­vancia conduce a la vida eterna.

Después añadió que si había necesidad de ello estaba dispuesto a decir confidencialmente a algunos jóvenes el papel que desempe­ñaban en el sueño, si se quedaron en el valle o si se cayeron del carruaje.

Al bajar [San] Juan Don Bosco de la tribuna, el alumno Antonio Ferraris se acercó a él y le contó delante de nosotros, que oímos sus pala­bras, que en la noche anterior había soñado que se encontraba en compañía de su madre, la cual le había preguntado que si para la fiesta de Pascua iría a casa a pasar unos días de vacacio­nes, y que él había dicho que antes de dicha fecha habría volado al Paraíso... Después, confidencialmente dijo algunas palabras al oído de [San] Juan Don Bosco. Antonio Ferraris murió el 16 de marzo de 1865.

Nosotros continúa Don Lemoyneescribimos el sueño inmediatamente y la misma noche del 22 de octubre de 1864, le añadimos al final la siguiente apostilla: «Tengo la seguridad de que [San] Juan Don Bosco en sus explicaciones procuró velar lo que el sue­ño tiene de más sorprendente, al menos respecto a algunas cir­cunstancias. La explicación de los diez Mandamientos no me satisface. La octava colina sobre la cual [San] Juan Don Bosco hace una pa­rada y el contemplarse en el espejo tan anciano, creo que quiere indicar que el [Santo] moriría pasados los setenta años. El futuro hablará».

Este tiempo ha pasado y nosotros tenemos que ratificar nues­tra opinión. El sueño indicaba a [San] Juan Don Bosco la duración de su vida. Confrontemos con éste el de la Rueda, que sólo pudimos conocer algunos años después.

Las vueltas de la rueda proceden por decenios: se avanza de una a otra colina de diez en diez años. Las colinas son diez, rep­resentando unos cien años que es el máximo de la vida del hom­bre.

En el primer decenio vemos a [San] Juan Don Bosco, aún niño, comenzan­do su misión entre sus compañeros de Bechi, dando así principio a su viaje; después comprobamos cómo recorre siete colinas, esto es, siete decenios, llegando, por tanto, a los setenta años de edad; sube a la octava colina y en ella descansa: contempla casas y campos maravillosos, o mejor dicho, su Pía Sociedad, que ha crecido y pro­ducido frutos por la bondad infinita de Dios. El camino a recorrer en la octava colina es aún largo y el [Santo] emprende la marcha; pero no llega a la novena colina porque se despierta antes. Y así finalizó su carrera en el octavo decenio, pues murió a los se­tenta y dos años y cinco meses de edad.

¿Qué opina el lector de todo esto? Añadiremos que la noche siguiente, habiéndonos preguntado [San] Juan Don Bosco a nosotros mismos, cuál era nuestro pensamiento sobre este sueño, le respondimos que nos parecía que no se refería solamente a los jóvenes, sino que tam­bién quería significar la dilatación de la Pía Sociedad por todo el mundo.

Pero ¿cómo? replicó uno de nuestros hermanos—; tenemos ya Colegios en Mirabello y en Lanzo y se abrirá algún otro más en el Piamonte. ¿Qué más quiere?

—Son muy diferentes los destinos anunciados por el sueñodiji­mos.

Y [San] Juan Don Bosco aprobaba sonriente nuestra opinión.

LA VINA

SUEÑO 49.AÑO DE 1865.

(M. B. Tomo VIII, págs. 11-15)

El 16 de enero, [San] Juan Don Bosco habló así a los jóvenes del Orato­rio, después de las oraciones de la noche:

La mitad de enero ha pasado ya. ¿Cómo hemos empleado el tiempo? Esta noche, si les parece bien, les contaré un sueño que tuve anteayer.
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Me pareció encontrarme de viaje en compañía de todos los jóve­nes del Oratorio y de otros muchos a los cuales no conocía. Nos de­tuvimos a desayunar en una viña y todos mis acompañantes se desparramaron por acá y por allá para comer fruta. Unos comían higos, otros uvas; quiénes albaricoques, quiénes guindas. Yo estaba en medio de mis muchachos y cortaba racimos de uva, cogía higos y los distribuía entre todos, diciendo:

—Para ti; toma y come.

Me parecía que estaba soñando y sentía que así fuese, pero al fin me dije:

—Sea lo que fuere, dejemos que los jóvenes coman.

Entre las hileras de las vides estaba el dueño.

Cuando restauramos nuestras fuerzas, proseguimos la marcha atravesando la viña; el camino era difícil. La viña, como acontece ordinariamente, ofrecía en toda su amplitud profundos surcos, de manera que unas veces había que subir, otras teníamos que bajar y, de cuando en cuando, menudeaban los saltos. Los más fuertes lo hacían con facilidad, pero los más pequeños al intentarlo caían al foso. Esto me disgustaba sobre manera, por lo que mirando a mi alrededor en­contré un camino que bordeaba la viña. Entonces me dirigí hacia él en compañía de todos mis jóvenes.

Pero el dueño de la viña me detuvo y me dijo:

—Mire, no vaya por ese camino; es impracticable, está cubierto de piedras, de espinas, de fango y de fosos; continúe por el camino que había elegido anteriormente.

Yo le repliqué:

—Tiene razón; pero estos pequeños no pueden andar a través de esos surcos.

—¡Oh!, eso pronto se arregla —continuó el otro—; que los mayores lleven a cuestas a los menores y podrán saltar aunque va­yan cargados con tal peso.

No me convencí de lo que me acababa de decir y me dirigí con todos mis jóvenes al límite de la viña, junto al camino que había visto y comprobé que mi interlocutor me había dicho la verdad. El ca­mino era infame, impracticable. Vuelto a Don Francesia. le dije: —Incidit in Scyllam qui vult vitare Charibdim.

Y fue forzoso, tomando por un sendero, atravesar de la mejor manera posible toda la viña, siguiendo el consejo del dueño de la misma.

Al llegar al final nos encontramos con un tupido vallado de espi­nas y nos abrimos en él un paso con mucha dificultad; bajando por una pendiente nos hallamos después en un valle amenísimo, lleno de árboles y cubierto de jugosos pastos. En medio de aquel prado vi a dos jóvenes antiguos alumnos del Oratorio, los cuales, apenas me divisaron se dirigieron a mí y me saludaron. Nos detuvimos a hablar y uno de ellos, después de cambiar conmigo algunas impresiones:

—¡Mira qué hermosura!— me dijo, enseñándome dos pájaros que tenía en la mano.

—¿Qué pájaros son esos?—, le pregunté.

—Una perdiz y una codorniz que he cogido.

—¿Está viva la perdiz?—, le pregunté nuevamente.
—¡Claro! ¡Mírala!—, me dijo mientras me entregaba una hermosísima perdiz de algunos meses.

—¿Come sola?

—Ya empieza a hacerlo.

Y mientras le daba de comer me di cuenta de que tenía el pico dividido en cuatro partes. Le manifesté mi extrañeza, preguntando a aquel joven el motivo de aquel fenómeno.

—¿Cómo? —me replicó—. ¿[San] Juan Don Bosco no sabe eso? Lo mismo significa el pico de la perdiz dividido en cuatro partes, que la misma perdiz.

—No comprendo.

—¿Que no comprendes habiendo estudiado tanto? ¿Qué nom­bre se le da a la perdiz en latín?

Perdix.

—Pues ahí tiene la clave del misterio.

—Hazme el favor de hablar claro.

—Mire: fíjese en las letras que componen el vocablo perdix. P quiere decir perséverantia; E, Aeternitas te expectat; R, Referí unusquisque secundum opera sua, prout gessit, sive bonum, sive malum; D, Dempto nomine. Echada a un lado la fama, la gloria, la ciencia, la riqueza. I, significa ¡bit. He aquí lo que representan las cuatro partes del pico: los novísimos.

—Tienes razón, he comprendido; pero, dime: ¿Y la X dónde la dejas? ¿Qué quiere decir?

—¿Cómo? ¿Habiendo estudiado tantas matemáticas no sabe qué quiere decir la X?

—Sé que la X representa la incógnita.

—Pues bien, cambie el término y llámelo lo desconocido: Irá a  un lugar desconocido (in locum suum).

Sin salir de mi asombro y mientras atendía a estas explicaciones, fe pregunté:

—¿Me regalas esta perdiz?

—Sí; con mucho gusto. ¿Quiere ver también la codorniz?

—Sí; enséñamela.

E inmediatamente me presentó una hermosa codorniz, al menos eso parecía. La tomé en mis manos, le levanté las alas y vi que esta­ba toda cubierta de llagas y, poco a poco, se fue tornando tan fea y asquerosa, despidiendo un hedor tan pestilente que provocaba náu­seas.

Entonces pregunté al joven qué significaba aquel cambio.

Y me respondió:

—¡Vos sois sacerdote y no sabéis estas cosas! ¡Vos que habéis estu­diado Sagrada Escritura! ¿Recordad cuando los hebreos, estando en el desierto, murmuraron de Dios y él Señor les mandó codornices y comieron de ellas, y aún las estaban gustando, cuando millares de ellos fueron castigados por la mano divina? Por tanto, este animal quiere decir que mata más gente la gula que la espada y que el ori­gen de la mayor parte de los pecados proviene de este vicio.

Entonces di las gracias al joven por sus explicaciones.

Entretanto, en los vallados, sobre los árboles, entre la hierba, iban apareciendo perdices y codornices en gran número; unas y otras semejantes a las que tenía en la mano mi joven acompañante. Los muchachos comenzaron a cazar procurándose así la comida.

Después continuamos el viaje. Todos los que comieron perdices se tornaron robustos y pudieron seguir adelante. Cuantos comieron codornices se quedaron en el valle, dejaron de seguirme y, a poco, los perdí de vista, no volviéndoles a ver más.

Pero de pronto, mientras caminaba, la escena cambió por comple­to.

Me pareció estar en un inmenso salón más grande que el Orato­rio, comprendido el patio; todo aquel local estaba ocupado por una gran multitud de personas. Miré a mi alrededor y no conocí a nadie, no había allí ni un solo individuo del Oratorio.

Mientras estaba contemplando todo aquello sin poder salir de mi extrañeza, se me acercó un hombre diciéndome que había un pobrecito que estaba gravemente enfermo, en peligro de muerte, que tuviese la bondad de ir a confesarlo. Yo le respondí que con sumo gusto lo haría; y sin más lo seguí.

Entramos en una habitación y me acerqué al paciente; comencé a confesarlo, pero viendo que se iba debilitando poco a poco y temiendo que se muriese sin la absolución, corté por lo sano y se la di. Apenas lo hube hecho, el desgraciado murió. Su cadáver comen­zó inmediatamente a despedir mal olor, hasta tal punto que era im­posible soportarlo. Entonces dije que era necesario enterrarlo cuanto antes y pregunté por qué hedía de aquel modo. Me fue res­pondido:

—El que muere tan pronto, pronto es juzgado.

Salí de allí. Me sentía muy cansado y pedí que me dejasen des­cansar.

Me aseguraron que inmediatamente sería complacido y me hi­cieron subir por una escalera que conducía a otra habitación.

Al entrar en ella vi a dos jóvenes del Oratorio que hablaban en­tre sí; uno de ellos tenía un envoltorio. Les pregunté:

—¿Qué tienes ahí? ¿ Qué haces aquí?

Me pidieron excusas por encontrarse en aquel lugar, pero no me respondieron a lo que les había preguntado. Yo les volví a decir:

—Les he preguntado que por qué se encuentran aquí.

Ellos se miraron y después me dijeron que prestase atención.
Seguidamente abrieron el envoltorio y sacaron de él, extendién­dolo, un paño fúnebre. Yo miré a mi alrededor y vi en un rincón tendido y muerto a un joven del Oratorio. Pero no lo reconocí.

Pregunté a los dos jóvenes quién era, pero se excusaron y no me lo quisieron decir. Me acerqué al cadáver; observé su rostro: por un lado me parecía conocerlo, y por otro, no; así que no pude iden­tificarlo.

Decidido entonces a saber quién era, fuere como fuere, bajé de nuevo la escalera y me encontré en el gran salón. La multi­tud de gente desconocida había desaparecido y en su lugar estaban los jóvenes del Oratorio. Apenas éstos me vieron se apiñaron a mi alrededor diciéndome:

—Don Bosco, Don Bosco, ¿no sabe? Ha muerto un joven del Oratorio.

Yo les pregunté el nombre del difunto y ninguno quiso contest­arme; los unos me mandaban a los otros, nadie quería hablar. Pre­gunté con mayor insistencia, pero se excusaban y no me lo querían decir. En tal estado de inquietud, después de haber fracasado en mi intento, me desperté encontrándome en mi lecho.

El sueño había durado toda la noche, y por la mañana me en­contré tan cansado y maltrecho que en realidad parecía que había estado viajando toda la noche.

Deseo que las cosas que les cuento no salgan del Oratorio; hablen de ellas entre Vosotros todo cuanto quieran, pero que queden siempre en casa.
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Al día siguiente de haber contado este sueño, [San] Juan Don Bosco mar­chó a Lanzo para visitar el Colegio allí existente, y habiendo regre­sado el 18 al Oratorio, después de las oraciones, dijo a los jóvenes, entre otras cosas:

«Ciertamente que desearán saber algo sobre el sueño que les conté antes de mi marcha. Solamente les voy a explicar el signi­ficado de la perdiz y de la codorniz. La perdiz es la repre­sentación de la virtud, y la codorniz, del vicio. Esto último lo pueden deducir del hecho de que la codorniz fuera tan bella exteriormente y después, vista de cerca, apareciera cubierta de lla­gas debajo de las alas y despidiera un hedor insoportable: todas estas cosas representan las acciones deshonestas. Entre los jóve­nes, unos comían con avidez y glotonería la carne de la codorniz, a pesar de estar en mal estado; son los que se entregan al vicio del pecado. Los que preferían la perdiz son los que tienten te­mor a la virtud y la practican. Algunos tenían en una mano la perdiz y en la otra la codorniz, y comían de esta última; son los que conociendo la belleza de la virtud no quieren aprovecharse de la gracia de Dios para hacerse buenos. Otros, teniendo en una mano la perdiz y en la otra la codorniz, comían la perdiz, lanzando miradas codiciosas a la codorniz; tales son los que siguen la virtud pero con desgana, como por fuerza; de éstos se puede asegurar que si no cambian de proceder, una vez u otra caerán. Otros comían la perdiz mientras veían a la codorniz saltar delan­te de ellos sin darle importancia ni hacer caso; son ¡os que si­guen la senda de la virtud y aborrecen el vicio, considerándolo con desprecio. Otros comían un poco de codorniz y un poco de perdiz, y son los que alternan entre el vicio y la virtud y así se engañan con la esperanza de no ser tan malos.

Vosotros me diréis: ¿Quién de nosotros comió la codorniz y quién la perdiz? A muchos ya se lo he dicho; los demás, si quie­ren saberlo, que vengan a verme y se lo diré».

He aquí el comentario de Don Lemoyne:

«¿Qué diremos nosotros del sueño anteriormente referido?

[San] Juan Don Bosco, según su costumbre, no refirió todas sus circuns­tancias; no dio todas las explicaciones, limitándose a lo relacio­nado con la conducta de sus jovencitos y a alguna previsión sobre el porvenir. Y, con todo, estudiando sus palabras, si no nos equivocamos, vemos que en ellas resaltan tres ideas; El Ora­torio, la Pía Sociedad y las Ordenes Religiosas.

Vamos a exponer algunos de nuestros pensamientos, remi­tiéndonos al juicio de los más expertos:

La viña es el Oratorio. [San] Juan Don Bosco, en efecto, distribuye como dueño, toda suerte de frutas a los jóvenes. Se trata de una de aquellas viñas espirituales predichas por Isaías en el Capítulo XLV: "Plantarán las viñas y comerán el fruto. Plantabunt vineas et comedent fructus earum. La escena sucede evidentemente en ple­na vendimia.

El viaje de [San] Juan Don Bosco; el consejo del dueño de la viña, a saber, que los más robustos, o sea los Salesianos, llevasen sobre sus hombros a los más pequeños, ¿no podría indicar la necesidad de que el tirocinio espiritual de los congregantes no estuviese del todo separado de la vida activa?

Y el sendero de la viña que bordea el camino, siguiendo la misma dirección e idéntica meta, ¿no puede simbolizar el nuevo instituto fundado por [San] Juan Don Bosco?

—La perdiz. Uno de los caracteres de este animal es la as­tucia. Cornelio a Lapide comentando el capítulo XVII de Jeremías, cita la epístola XLVII de San Ambrosio, en la que se describen la astucia y artes, a veces afortunadas, de la perdiz para huir del caza­dor y para salvar su nido. La frase que con frecuencia solía [San] Juan Don Bosco repetir a sus hijos, era precisamente ésta ¡Sed astutos! Con esto les quería indicar, como medio para huir de los lazos del demonio, el recuerdo de la eternidad.

La codorniz. El vicio de la gula es la muerte de las vocacio­nes.

La gran sala y la multitud que la ocupaba, personas to­das desconocidas para el [Santo], debían tener un significado especial y alguna particularidad interesante. [San] Juan Don Bosco no creyó oportuno decir palabra alguna sobre ello. ¿No podría tener relación con la futura obra de los Cooperadores Salesianos?

En cuanto al enfermo moribundo, [San] Juan Don Bosco nos dijo al­gún tiempo después a nosotros los sacerdotes: «Era un ex alumno del Oratorio de! que quiero pedir informes para ver si en realidad ha muerto».

¿Y el joven muerto? Parece que se trata de Don Ruffino, tan amado por [San] Juan Don Bosco; lo que explicaría la actitud de los jó­venes al no querer comunicar la noticia. El [Santo] no lo reconoció; en cambio, el sueño lo preparaba para tan sentida pérdida, sin amargarle con una doloroso realidad.  Don Ruffino era un ángel de virtud y en aquellos días se en­contraba bien. Pero murió el 16 de julio de aquel mismo año. Expuestas nuestras opiniones concluye Don Lemoyne—, dejando que unusquisque abundet in sensu suo, continuemos fe lectura de cuanto nos ofrecen las crónicas.

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